BALAS YERBAS

Campo de prisioneros políticos de Pisagua-Chile 1973.
40 Soldados,
3 Oficiales,
6 Suboficiales,
MISION: PISAGUA.

Nuestra 3º Compañía de fusileros del R.I.M Nro. 5 Carampangue de la VI División de Ejército de Iquique, tenía por misión relevar a los soldados que se encontraban en el campo de prisioneros políticos de Pisagua, que está a 194 km. Al norte de Iquique, situada en la misma costa del Océano Pacífico.
No conocía este pueblo, también no conocía lo que encontraría en ese pueblo. Tenía una reseña histórica del asalto y toma de Pisagua, en la heróica Guerra del Pacífico de 1879. También había escuchado unos malos relatos, ya casi olvidados, pero repetidos en el tiempo que ahora transcurría, cuando un gobernante también lo había usado como campo de prisioneros para los mismos políticos de ahora: los comunistas o simpatizantes de la explotada clase obrera, pero incluyendo a los acusados por sodomía (esa vez, ni los maricones se libraron).
El comandante de nuestro regimiento ordenó, a manera de despedida, que la misión era de extrema seguridad. Confiaba a nosotros, el buen desempeño de la misión y dejar muy bien puesto el nombre de nuestra unidad. Recomendado en forma amenazadora, la prohibición de dialogar o la confianza con los presos políticos. Estar 24 hrs. atentos a cualquier acto de rebeldía, además ejecutarlos sin voz de mando, en el acto, sin titubear. Agregando :
-Soldados, los prisioneros los sobrepasan en cantidad. Ellos al amotinarse, no vacilarán en apoderarse de sus armas. Lo menos que les harían es matarlos, antes que llegue algún refuerzo a repeler esa acción. --Y para sellar esas órdenes, terminó diciendo:
- ¡Que Dios los acompañe!
Esas palabras se grabaron en mi cuerpo. Él no podía haber escogido unas palabras de despedidas más santas. Mandaban a los milicos, acompañados de Dios, directo al infierno, cachando que los presos veían a los milicos acompañados del demonio.
El oficial de nuestra compañía ordenó:
-¡Por secciones, en línea, de frente mar!
Se escuchó un solo giro a la derecha, perfecto, sin reclamar, sin vacilar. Las órdenes, obligados había que acatar. Caminando con paso seguro, decididos. Nadie repelía ni la más mínima sombra de cobardía, marchando orgullosos, con el pecho henchido. Éramos unos valientes soldados obligados, cumpliendo nuestro Servicio Militar, que con el tiempo se transformaría sólo en un desperdicio militar obligatorio.
Todos esos soldados que marchaban a esta misión, habíamos llegado sólo cinco días antes a Iquique, después de haber cumplido una aberrante y sangrienta misión en Santiago.
Cuando marchábamos en dirección a nuestro transporte, las sombras de nuestros cuerpos, dibujaban nuestro sentir. Se veían como una procesión de fantasmas. Nuestros espíritus habían abandonado nuestros cuerpos.
Sentado, en la parte trasera de los camiones pegaso del ejército, sin la más mínima comodidad, ya que con el apuro no habían puesto ninguna lona que nos protejiera del brillante sol del norte. A pleno care´gallo, esperábamos la orden de avanzar de los camiones.
Desde que recibí la orden de tener que ir a Pisagua, sentí algo extraordinario: el cuerpo alborotado, la mente lista y dispuesta. Mi alma de soldado, mi otra mente, descubría mi maldad desconocida, mi instinto animal repelía a mi instinto racional.
Un largo suspiro exhalé, casi un lamento. Era un lamento apasionado y terrible, como nunca había escuchado. Esa sensación casi me enloquecía de susto. Para reconfortarme y animarme, llegando a Pisagua, apenas pudiera, fumaría el menso requete pito.
Escuchando las órdenes del oficial:
-¡Emprender el viaje!
Los camiones en pleno movimiento, cerré los ojos, apoyando mi cabeza en la baranda, sin mirar las calles de Iquique, dejándome que el sueño me llevara a la deriva.
Desperté, sobresaltado. Los camiones habían ingresado a un camino de tierra, después de dejar la carrretera panamericana. Corrían lo más rápido que podían las máquinas, internándose en el desierto de la Pampa Nortina, árido, seco. Hasta nuestras miradas estaban resecas. Nubes de polvo de chusca (arena como harina), envolvían a la caravana. No se podía mirar, apenas respirar. Era medio día. El sol con sus rayos de fuego, achicharraba nuestros cuerpos. Nos hacía entender que el infierno existía, que hasta Pisagua nos acompañaría y que el camino endemoniado por los baches, trataba de hacernos desistir de nuestra indominia. Pero, a los militares nada los detendría. Las órdenes se cumplían.
Los presos políticos también habían recorrido estos mismos senderos, en los mismos camiones, con el mismo sol. En ese terreno éramos los mismos seres milicos y presos, sólo nos diferenciaba el mismo color, el rojo.
La infantería del ejército usa como distintivo el color rojo. Los comunistas usan como emblema el color rojo. Son dos colores iguales, pero separados uno del otro a años luz. Divididos por inalcanzables e incomprendidas ideologías. Hasta los colores los usábamos de forma diferente. Así vivía mi país. Creía que este Chile era otro tipo de mundo, que sólo se veía en las películas. Que iluso. Este tipo de país estaba recién en pañales.
Con este camino infernal, todos queríamos sólo llegar a nuestra misión. Pasar lo más pronto por este pasillo, que conducía hacia la infelicidad. Por entre lomas, cerros, la cordillera de la costa, dejando atrás esa asfixiante polvareda. Al tomar la curva el camión, divisamos el mar. La salobre brisa refrescó lo más impenetrable de mi ser.
Nos alentó a todos, animándonos, sacudiéndonos el polvo. Al doblar otra curva en bajada, se presentó a nuestras miradas, Pisagua. Recorriendo un largo camino
Cuesta abajo, que cruzaba todo el pueblo. Un pueblo indiferente, casi abrumado por el pasado, casi resignado para lo malo, que nuevamente era usado. Resignado a aceptar esa carga de militares llenos de su justicia por el embrujo de la guerra.
No era la primera vez que llegaban militares opresores y presos reprimidos. Con aire de desprecio, había visto llegar varias vidas, que sólo se habían ido acompañados de la mano con la muerte.
Piragua, leí en un añejo letrero, raído por el implacable sol y el tiempo. Mirando el cartel y leyendo, creí leer más abajo del nombre Pisagua, casi borrado algo que decía “Paren las güeas, milicos culiaos”. Este pueblo estaba cacao, estaba siendo usado sólo para malas ondas. Su destino así se había trazado.
Los tres camiones estacionados en frente de la penitenciaría, un gran edificio blanco, con sus ribetes, cornizas, umbrales y marcos de ventanas pintados de un color azul (no sé si era azul cielo, pero con el paso del tiempo se tornó en azul infierno). Edificio imponente, un monumento a la represión, con una delicada arquitectura europea. Construído con maderas de pino oregón. Si esos árboles hubiesen sabido para lo que fueron usados, no me cabe la menor duda, que se habrían resistido a crecer. De un país lejano los trajeron para encerrar las divididas ambiciones del ser humano.
Bajamos con nuestros pertrechos de guerra, inmediatamente, fuimos a relevar a los soldados de guardia. Fui a un puesto que se ubicaba en un segundo piso por un costado trasero de la cárcel. Subí por una escalera desencajada por el uso del tiempo. Presentándome, al soldado de guardia que relevaba, éste respondió, casi feliz:
-¡ Sin novedad la guardia! -- agregando en su desahogo -- ¡Por fin, me voy de esta güeá, compadre! – bajando por donde yo había subido.
Ese fue mi saludo de bienvenida a Piragua. No hubo ningún diálogo, ninguna consulta, ni la más mínima pregunta. Con las palabras del soldado, no quise ni imaginar lo que me esperaba.
Nosotros, los soldados, para los milicos somos sus súbditos que los tenemos que venerar y temer a la vez. A medida que aceptaba esta situación, dándome cuenta, al divisar el mar que tranquilo nos baña, yo sentía que el mar de Piragua intranquilo me ahogaba.
Con mi sombra, que se alargaba con el sol del atardecer, me sentía menos que un muerto olvidado.
Detrás de la muralla, que dividía el puesto de guardia con el interior de la cárcel. Oía, algunos casi inaudibles voces, poniendo atención, casi como para entretener mi aburrimiento. No entendía nada. Estaba totalmente aburrido, como un jarro que se aburre con la misma agua guardada, despertando mi maldad. ¡Ah!, la marihuana, sí, ahora, era el momento propicio. Nadie me veía. Nadie. No me relevarían hasta dentro de varias horas, nadie güeviaría.
En el cargador del fusil, encaleté mi marihuana anes de viajar a Pisagua. Le había sacado las balas y, en el fondo, lo cargué con marihuana. Una cajetilla de cigarros Milton, sirvió como envoltorio. El cargador de balas es de forma rectangular, donde caben 20 balas, el resto, chao.
Ansioso de volar, mirando y asegurándome que nadie en esa posición me podría ver. Levanté el fusil, retiré el cargador, descargué una bala,2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, ¡Chucha! ¡Concha de tu madre!, no había ninguna güeá, sólo salían esas cagás de balas. Quedó vacío. Como desesperado, revisé los otros cargadores de balas. Los cuatro cargadores, que por reglamento llevaba. ¡No había nada!. Que bajón, mala onda, era increíble. Yo mismo, con todo el cuidado del mundo, puse mi yerbita en el cargador de balas. Quedé pensando puras güevás. Llegué a pensar, si el güeón que la fabricó supiera que su cagá de fusil estaba pa´l güeveo por un hippie marihuanero, con la misma güeá, se habría suicidado, pero como son tan cara de raja, hubiera inventado otra arma que fuera antimarihuana, el maricón, culiao.
Chucha que estaba picao. No sabía que hacer, menos preguntarle a algún güeón, al oficial, al sargento, a los cabos a algún preso político. ¡Chucha! Que estaba cajoneado. Este era el secreto más secreto.
Pensando, la mente daba vueltas. Era un torbellino de preguntas. La tarde daba paso a la noche y se me alumbró la ampolleta. Miré el número de serie del fusil. ¡Chucha! Casi me caí del segundo piso. No era el número de serie de mi fusil. Al bajar, en la trifulca del camión, agarré apurado cualquier güeá de fusil. Ahora, mi situación estaba al borde de lo prohibido. Quien chucha entre los 49 fusiles y 196 cargadores de balas (cuatro cargadores por fusil), tendría mi cargador de bajas yerba.
Atormentado, me estremecí al pensar que lo podría descubrir algún pelao volao, con alma de hippie. Me martirizaba al solo pensar que, si algún güeón cachaba mi cargador de balas yerba, seguro que se la fumaba. Capaz, que en la volá, se fume hasta las balas. En esta compañía, éramos pocos pelaos hippies volados, pero los que habíamos, chucha que volábamos. Creía, que se habían equivocado conmigo el enviarme al ejército. Si hubiera hecho el servicio en la aviación, habría calzado perfecto. Seguía pensando puras güeás. En el puesto de guardia, daba vueltas, como mojón en el agua. Estaba super preocupado, porque sentí abajo la voz del oficial que pregunta:
- ¿Cómo está la guardia, soldados?
- ¡Sin novedad, mi teniente! --respondí convincente.
- Bien soldado, siga igual. Así quiero a mi guardia. Preocupados, atentos, despiertos. – Dio la vuelta, satisfecho de mi actitud preocupada.
Era increíble, en la vida siempre hay dos verdades. Son distintas, pero parecen iguales. El oficial creía que estaba preocupado por mi puesto de guardia. El oficial no sabía que estaba preocupado por no encontrar mi marihuana. Era lo único que preocupaba.
A los presos políticos, aún no los había visto. Al rato llegó un soldado. Traía una marmita (olla de aluminio), subió la escalera, acercándose y estirando el brazo diciendo:
-Señor soldado, pelao culiao, su cena; consiste en budín de mariscos y salsa de erizos. Todo extraído de nuestro litoral, del mar a su paladar. El pelao, tenía una cara como para creerle. Abrí, rápidamente la marmita, y por supuesto, unos repetitivos porotos con rienda. A lo que contesté: No güevís, estoy en mala onda, güeón. Pasó una güeá re penca, al bajar del camión, agarre otra güeá de fusil. Ando con el fusil cambiado, si le digo a mi teniente, seguro que me castiga, el maricón. El pelao contestó irónico:
-Vos sabís, Damián, que el fusil es igual que la polola. No podís dejarlo nunca solo, güeón.
Yo, molesto por una desagradable experiencia que, el pelao güeón, me trajo a mi memoria, le respondí:
-Si supiérai güeón, que mi ex polola, a los tres meses que llevaba en el servicio milico, me mandó la media carta anunciándome que andaba con otro culiao (y eso que, según ella, la mal agradecida, me amaba y esperaría toda la vida).
A casi todos, por no decir, a todos los güeones, pelaos milicos, les había pasado una historia parecida. Pero, en el fondo, era lo mismo, o sea, chao pelao gorreao. Porque, ahora, con el grupo y la onda hippie de hacer el amor y no la guerra, te dábai vuelta y las lindas te cagaban con otro.
Tratando de acallar nuestras risas por mi conclusión, el pelao reclamó diciendo:
-Traga luego, güeón. Tengo que cubrir tu guardia mientras comís. Si me demoro, el teniente va a venir a güeviarme, vos sabís como son de cuáticos estos milicos. Tragando mi cena sin sabor a nada, pero llenadora. Le dí al pelao el número de serie de mi fusil y advirtiéndole, por favor, que cachara quien lo tenía y yo vería como cambiarlo. Este lo recibió como preocupado, guardando cuidadosamente el recado y chao.
A las 21 horas, se escuchaban movimientos de escaleras. Pasos apresurados, a través de la muralla escuché que el oficial de guardia gritaba dando órdenes a los presos. Que se formaran para contarlos. Los trataban con órdenes, igual que a los milicos.
-¡Alinear! ¡Vista al frente! ¡Firme!.¡ Numerarse!.
- 1,2,3,4,5…247 y último prisionero, mi teniente. – Era la voz del último preso político. 247 presos.
El oficial dio el último saludo de esa noche.-¡Buenas noches, prisioneros! -- y al unísono contestaron. Con un alarido de varias gargantas, en que la ira, la sumisión, la esperanza por la libertad se estremecían y confundían con las palabras de:
-¡Buenas noches, mi teniente!
Por ultimo el oficial ordenó:
-¡En dirección a sus celdas! ¡De frente mar!...--- se escuchó un solo zapateo, una zalagarda ordenada. El crujir de las escaleras, que llegaba a las celdas. Después el cerrojo, candados. Ya quedaron todos encerrados.
El oficial, les deseaba buenas noches a los presos políticos de Pisagua. ¿Podría algún preso tener buenas noches, buenos días, buenas tardes en una celda acompañados de la incertidumbre, la duda, la desesperanza, violentados y alejados de lo más preciado de sus seres amados?. Era la más mala onda de todas las malas ondas. Presos y pelaos, nos sentíamos igual de cagaos.
Desde mi puesto de guardia, les deseé los mejores sueños volados. Que soñaran lo mejor. Lo que más desearan. Para ellos, la realidad era soñar. Soñando podrían estar donde quisieran, sueñen hasta el infinito ida y vuelta. Los sueños nadie se los puede oprimir. Su libertad eran sus sueños, para pasar ese mal momento de sus vidas. Ahora, lo mejor sólo para ellos, era soñar, soñar, soñar. Sólo, al despertar viviría cada uno de los 247 presos, su propia pesadilla.
Creo, que cada prisionero, anhelaba al igual que los pelaos milicos, la hora de irse a soñar.
En ese preciso momento, cruzaban la zona fronteriza del mundo de los sueños arrancando del mundo real.
Llegó un largo, inquietante silencio, lo acompañaba un viento marino que diseminaba las últimas esperanzas. Solo, bien solo, en mi puesto de guardia, miraba al mar. Era una noche de verano, el cielo con infinitas estrellas que se repetían con el reflejo del mar. Cada estrella era un deseo de los pelaos milicos. Todos invocábamos deseos, cual más, cual menos. El deseo era uno solo :Estar bien lejos, igual que las estrellas de Pisagua.
Así cajoneado, deprimido, dándome ánimo, repetía: Mañana será otro día.
Justo a las 22 hrs., sentí un remesón en la escalera. Entre penumbras, vi al guardia de relevo. Este dijo con cara de choreado:
-¡El relevo, güeón!
-Soldado, ¿Cómo está la guardia? - Yo respondí:
-¿Sin motivo, güeón? -- Él me increpó:
-Se dice:¡sin novedad la guardia, mi soldado! -- Yo le rebatí:
-¡Sin motivo, po´s güeón! Yo no tengo ningún motivo pa´estar en esta güeá y quiero que, desde ahora, no me digái más soldado, milico, militar o pelao. Quiero que me digái guerrero, güeón. Guerrero Damián. – Éste, sorprendido, preguntó:
-Y porqué guerrero?
Contestando, seriamente, hablé:
- Los milicos dicen que estamos en guerra, y los que van a la guerra son guerreros. Nuestros enemigos, también son guerreros. No guerrilleros, como los minimizan los milicos. Ellos también, para mí, son guerreros. ¿Oíste, güeón?—Este preocupado, preguntó:
- -Demián, ¿Ya te volaste, güeón?
- Quedé extrañado con su pregunta, porque na´que ver con lo que recién le había aclarado y pregunté:-¿Y porqué respondís con esa cuestión, güeón? --- Este irónico dijo:
- Bueno, es que cuando te volái, hablái puras güeás, ja, ja --- terminamos riéndonos, pero casi para adentro.
- -Bueno, voy a descansar. – Y le dije para terminar, al pelao:
- Oiga, soldado, acá en el norte, cuando uno ve las estrellas, sólo pide un deseo y para todos es el mismo deseo. – Este curioso, porque él era de Ovalle, preguntó:
- ¿Y cuál es ese deseo? – A lo que le respondí:
- No te corrái la paja ja, ja. Chao pajero.
Y bajé, rajado, del puesto de guardia. Al llegar al último peldaño de la cagá de escalera, escuché casi un susurro, que me decía:
- Chao, guerrero volao. – Yo satisfecho por la despedida, lo acepté moviendo mi cabeza.
Caminé a la sala de los otros guerreros milicos. El cabo gruñó, ordenando que había dos horas de descanso. Cuando él diera, la nueva orden, se formarían para designar los nuevos puestos.
Sacándome el casco, la fornitura, me tiré, me eché, relajando todo mi cuerpo cansado en una banca rústica que el respaldo era la pared. Crucé los brazos, apoyé mi cabeza en la mesa, tratando de escapar de la fea sala de guardia con olor asumagado y comidas impregnadas en su cubierta, dejándome llevar por el descanso, invadiéndome la melancolía, llegaron desde nunca supe, los recuerdos de mi ex pololita, sintiendo un vértigo en mi cagá de corazoncito, como que la veía, sentía que ella podría hacer de mí lo que quisiera, entregándome a ella. Era la aparición que se oculta entre la niebla de los sueños y recuerdos, era mi amor. La amaba, la deseaba. Fue la primera, con quien, que en una noche de excesos, le entregué todo mi ser. Fue la primera en darme la prueba de amor, con el más ardiente, apasionado y desenfrenado amor. Nunca jamás, olvidaría esas noches donde nos entregamos pruebas de amor: el éxtasis, el clímax. La coronación del amor. Realmente en mis sueños, casi la sentía, excitándome hasta parar mi razón. Sin saber como, desperté, al darme cuenta que la herramienta del amor estaba lista para salir de mi pantalón, reaccioné, tratando de relajarme. Debía pensar en otra cosa urgente, salir de ese sueño rico y tortuoso. Miré a todos lados, apareciendo mi secreto más secreto: mi cargador de balas yerba. Bajando al tiro la protuberancia de mi pantalón, para buscar entre los quince fusiles de los soldados que estaban descansando. Apenas tocaba el fusil de los guardias somnolientos, reaccionaban sorprendidos, al cachar que yo era, casi se les desfiguraba la cara de rabia. Acompañado de un carnaval de chuchadas,, para remediar la molesta situación, les explicaban en voz baja y misericordiosa, el cuento de mi fusil extraviado. Después de un rato, no encontré mi cagá de fusil, sólo mala onda por la molestia que había causado. En el servicio milico, por reglamento de los pelaos, no se debe güeviar a ninguno, para poder estar de ánimo, cuando te güeveen tus superiores.
Se espantó mi sueño, al no encontrar mi cargador de balas yerbas. Salí de la sala de guardia. Parado, en el umbral de la puerta, hacia el fondo, me atrajo la mirada la inmensa puerta de rejas metálica. Sus barrotes y fierros forjados eran acordes a la arquitectura del edificio. Dos guardias a cada lado, los que se veían casi en penumbras. Detrás de las rejas, oscuridad total. Mirando desconcertado, mi curiosidad me llevó atraído, como un imán, como embelesado, llegué a la misma reja, la que marcaba la línea divisoria de la justicia e injusticia. Era el límite de la razón, el límite de los justos y pecadores. Detrás de esas rejas, dormían los guerreros del pueblo, los serviles que creyeron en los cambios para el bien de su pueblo. Detrás de esas rejas, dormía la Unidad Popular, que a su manera aman al pueblo. Afuera estaban los militares, que a su manera, también aman a su pueblo.
Apoyé mis manos en los helados barrotes, dando la sensación que ahí se enfriaban hasta congelarse las ideas, rojas como el fuego, de la Unidad Popular. Además, los tenían en total oscuridad, porque los militares no vieron nunca la claridad de la Unidad Popular. Ninguno de esos guerreros presos, sabía cuando la luz de libertad los iba a iluminar. Nadie de los guerreros, pelaos milicos, sabía hasta cuando chucha los tendríamos que vigilar. También esa era una oscuridad. Total, nosotros, los guerreros pelaos, estábamos a oscuras, sólo con la esperanza de que algún día, nos alumbrara la luz del término de nuestro servicio militar
Esta era la imagen perfecta del reflejo de un espejo negro. No sabía cuál era el lado oscuro, o cuál era el lado blanco, sólo se podía sentir el reflejo transparente hacia el lado izquierdo, como un destello de la Unidad Popular y otro destello hacia la derecha militar.
Resignado, sumido por la realidad, sin poder evitar lo inevitable, buscando en mí generación de hippie, encontré uno de los mandamientos que predicaba Jhon Lennon el que reza:”Déjalos ser”. El sentir hippie no tiene fronteras, es sin líneas divisorias. No tiene caminos de izquierda o derecha, sólo senderos de paz. Ama la vida, respeta la naturaleza, respeta cualquier religión, creyendo que los productos de la religión la utilizan los mercenarios de Dios. Los hippies, nos amamos los unos a los otros. Los hippies, no creemos que construyendo templos super fastuosos, estaremos más cerca del cielo para sentir a Dios. Los hipies volados, llegamos a Dios, porque la marihuana te depura el alma, afina tus sentidos. Te define el camino. El hippie hace el amor y no la guerra. Esa era mi religión, la que fue arrancada de un golpe militar, desde lo más hondo de mi confundido corazón, donde afloró mi maldad de bestia salvaje, presentando el odio por los que fui agredido, despertando la locura de guerra que en mí dormía, como un guerrero desconocido. Abatí vidas, muriendo de a poco. Sintiendo el éxtasis de la vida, cuando nació en mí el éxtasis de la muerte.
En Pisagua, el lema hippie que dice: Paz y amor, no servía. Vencer o morir, ese era el lema que la guerra nos tenía como un cartel colgado. Asumiendo que, en cualquier segundo, esta real pesadilla te costaría tu inexplicable situación de vida.
De todos estos sucesos, que nadie ve y por los que yo vivía, se compone la línea esencial interna de nuestro destino, pero nunca puede uno retractarse de nada esencial y esto lo siente y lo sabe, tan bien, y tan profundamente cualquier hombre.
Del interior de las rejas, se olía un aroma de vida mustia y marchita, lo que arrancó, desde mi alma, lágrimas de dolor y pena, creyendo que mi llanto humedecería esa vida mustia y marchita, con la esperanza de que brotaría la paz y el amor a la buena vida.
Atrapado, por la mala onda que producía ese templo a la agonía, el soldado de guardia, distrajo mis conjeturas diciendo resignado:
-Demián, en esta güeá, la vida no sabe a nada. Absolutamente a nada. Y no mostrís la hilacha lloriqueando, puede venir el oficial de guardia y va a creer que soy comunista. Vírate tranquilo, compadre. Yo, secando mis lágrimas, exhalando un suspiro resignado, contesté:
-En la media onda que estamos, güeón. –Lo que animó mi mala onda, recordando mi secreto más secreto. Contando el atado que tenía con mi fusil extraviado, ellos dejaron ver su número de serie y… nada. Ahí no estaba mi cargador de balas yerba. Uno de los guardias, habló como jugando diciendo:
-Con esta escopeta haría cagar las liebres en Salamanca, güeón. – A lo que le rebatí:
-Esa güeá se llama fusil, guaso culiao. –(A los soldados del Sur, los tratábamos de huaso y ellos, a los nortinos, los trataban de indios, pero en buena onda).
Al tiro respondió:
-Pa´mí, la güeá es una escopeta, indio culiao y chao. – El otro guardia, incorporándose al güeveo, dijo:
- Los indios culiaos usan flechas, güeón. Chao. – Riéndose de mi desgracia. A lo que les contesté:
-Chao, huasos culiaos. – Lo que celebramos en buena onda, retirándome a la sala de guardia. Y detrás de mí, llega el cabo ordenando:
-Salir a formar la guardia y van dos tiempos. – Todos, presurosos, cumpliendo la orden, dispuestos al relevo, alinear, vista al frente, a discreción, firmes, al hombro armas.—Dirigiéndose a mi persona, ordenó relevar al guardia de la entrada principal.
-¡A su orden, mi cabo! –Respondí. Salí derechito a mi puesto, pasándole bala y quitando el seguro, como ordenaba el reglamento: Hacer guardia con la bala pasada. Chucha, la güeá era super peligroso. Esa cagá de fusil, con cualquier movimiento brusco, o si te tiraban un peo, el güeón se disparaba. Los milicos, culiaos, inventaron esa maravilla, para que no te quedís dormido en la guardia, porque cuando te dormís parado, la primera cagá que soltái es tu arma. Era una maravilla como despertador.
Al encontrar al guardia y presentarme, le dije burlonamente:
- ¡Anda a descansar, güeón! –Él con cara risueña y somnoliento contestó:
- Este puesto es como las güeas, a cada rato entrar y salen güeones. Chao, indio. Y salió feliz a descansar.
Ahí, solo en la guardia con mi fusil terciado, con actitud de guardia, esperando lo inesperado, parado invadiéndome la melancolía que repelía ese viejo edificio de tiempos remotos, y acostumbrado a cobijar a los hombres que pagaban a la justicia, era el monasterio obligado para los monjes de la Unidad Popular, que harían su retiro espiritual, porque habían llegado a un punto donde se bifurcaba el camino.
Mirando en la penumbra, pensando atormentado, que nada podría liberarme de estos malos momentos, y ...¡chucha!...,¡mis balas yerba! Con el güeveo no miré la serie del fusil del guardia. ¡Que bajón! Distrajo mi visión una silueta corriendo, me dí cuenta que era el oficial de guardia, el cual llegó casi frente a mí. Me cuadré y dije:
-Sin novedad la guardia, mi teniente. –Este, sin mirarme, devolvió el saludo llevando su diestra a la visera, como diciendo: ¡No güevís, pelao! Ingresó a la sala de oficiales, volviendo con una radio a pilas, la que instaló casi a mi lado, encendiéndola y , a la vez, pasando un cable a mi mano, indicando que era la antena. Arrodillado, manipuló el radio. Emitía sonidos chicharrientos, sacó una libreta y girando el dial, se escuchó una voz a medio sintonizar, y ordenó:
-Mueve la antena, pelao. – Yo, curioso, movía la cagá de cable, hasta que se escuchó fuerte y clara la voz del locutor. Con asombro oía como este se desplayaba, echando chuchás a los milicos chilenos y en paréntesis, anunció que era la emisión de “La voz de América”. Después, el güeón, trasmitió sobre Pisagua y arengaba a los presos políticos, a resistir al opresor, prometiendo que cuando menos lo pensaran, serían liberados a sangre y fuego. Y, para rematar, como para que supieran que ellos no hablaban güeás, dieron los nombres completos de los tres oficiales, que en Pisagua, se encontraban. Y se fue la onda, güeón. Chucha, no sé como, solté el cable de la antena y chao. El oficial enfurecido, me pasó el cable y güevió la radio y nada, de nada. La radio no pescaba. Movía el cable pa´rriba, pa´bajo, pal´lado y nada. El oficial estuvo varios minutos concentrado para escuchar, si la radio pescaba la onda, pero esta sólo chicharreaba. Se paró frente a mí. Sólo con su aliento, hacía temblar. Sus ojos sobresalían de sus órbitas, tenía el rostro desfigurado por la ira, mirándome escandalizado, en su delirio, asestó un golpe en mi estómago, lo que me hizo doblarme. No pude evitar desplomarme, alrededor de mi cabeza, todo giraba, avanzaba, retrocedía. Junto con mi fusil, llegué al suelo como saco de papas. Junto con todo lo mío, sintiendo el estruendo de mi fusil que se dispara casi la lado de mi oreja, el que se accionó con el fuerte porrazo. Semi aturdido, por el estampido y el golpe, sintiendo un fuerte y agudo zumbido en mi tímpano, como único sonido permanente. Después de unos minutos, llegando a mi lucidez, vi unos soldados, que por ambos costados trataban de mantenerme de pié. El oficial, reculiao, se acercó ofreciendo y ordenando tragar un jarro con agua:
-¡Tómalo al seco! ¡Ahora cuenta hasta diez! –Yo, obedeciendo, sintiendo crecer mi éxtasis de la muerte, como el oficial estaba al alcance de su aliento, sin vacilar, le arrebaté su pistola de servicio de su sobaquera, apuntándolo y hundiendo el arma en su pecho, lo que hizo que en mí aflorara el instinto de bestia salvaje herida. La cara de sorpresa del oficial, pero digno o dispuesto y absorto en terminar la vida, dió un alarido desgarrador, ordenando, con un tono de voz, que indicaba que también esa güeá de guerra no le gustaba. Creí que pedía a gritos que alguien lo matara. Él sin honor, nunca se suicidaría; si alguien lo ejecutaba, con honores falsos, como militar, su condición de oficial lo reivindicaría: gritando, pidiendo, mostrándose físicamente altanero, pero su voz lo delataba, casi con clemencia aulló:
-¡Vamos dispara! --gritó la primera vez, haciendo una pausa y casi sin poder hablar, emitió casi un lamento:
-¡Dispara!.
Los dos cruzando nuestras miradas, entendiendo que la locura de la guerra nos trastornaba. Lleno de lágrimas, le hablé, como pidiendo perdón por los dos:
-¡Estamos en el límite de lo salvaje, mi teniente. --Bajando el arma y entregándosela. El oficial ordenò:
-¡Cabo, baje su arma y retírense!. --¡Chucha!, el cabo de guardia, estaba apuntándome por detrás, dispuesto a matarme... El maricón,... pero con la mirada que le dí, él entendió que no me amilanaba para nada. Los guardias, seguían a mi lado. El oficial ordenó:
- ¡Limpie su uniforme, fúmese un cigarro y quiero que siga su guardia! Aquí no ha pasado nada. Quiero que camine durante la guardia, para calmar las pasiones. ¡Vamos!, cuando termine de limpiarse, cumpla la orden. A lo que contesté complacido:
-¡A su orden mi teniente!.- Agregando con una actitud de sentirme humillado hasta el polvo.
-¡Perdone, mi teniente! -- Él, sintiendo mi franqueza, que salió de mi corazón, respondió complacido y redimido:
-Soldado, aquí no ha pasado nada. -- Y se dirigió al interior de la cárcel.
Los soldados, que aún estaban a mi lado, sacudiendo mi uniforme, casi ni hablaban. Uno, haciendo como que abotonaba mi bolsillo, introdujo un pitio de yerba, agregando:
-Es mejor volar que matar. -- A lo que esgrimí una sonrisa, satisfecho por el regalito que venía de perilla para esa mala onda.
Como si no hubiera pasado nada, caminé haciendo mi guardia. La puerta principal daba hacia el sur. Fui caminando, como si la brisa marina me llamara, aspirando fuerte. Esa ventisca me renovaba. En la esquina de la cárcel. Estaba casi oscuro, solo en la penumbra de la madrugada, torbellinos de pensamientos cruzaban por mi mente, ahí parado, creí que resucitaba.
Toda la disciplina militar, yacían a mis pies. Todas las había pisoteado. Me envolvía un clima de placer al liberar toda mi maldad, al llegar al límite de la vida, de la muerte. Para mí era la cúspide que mi maldad coronaba, comprendiendo que era la reacción a mi vida frustrada. Mi alma de hippie, estaba revolucionada. Mi alma de hippie agonizaba, corroída por el cáncer de la guerra, como los milicos la llamaban. Luz y sombra, quería tanto vivir, pero con la mala onda, sentía sólo que quería tanto morir. Sólo la promesa que tenía grabada en mi cuerpo animó mi alma. Nunca, jamás volvería a pensar, ni menos intentar de acabar con mi cagá de vida, pensé, recordando algo, que cuando era hippie aprendí: El dolor no te deja avanzar, sólo lo tienes que guardar en un rinconcito de tu corazón. Así podrás avanzar. Y comencé a caminar y repetir esa oración: el dolor no te deja avanzar, sólo lo tienes que guardar en un rinconcito de tu corazón. Así podrás avanzar. Repitiendo y caminando, no sé cuántas veces esa oración, y con música de fondo que salía de la carcel, era un piano que sonaba. Al cruzar la puerta principal, comprendí que esa música, salía de la sala de oficiales. Seguramente, sería el teniente el que la interpretaba. Los tonos altos y graves de la melodía, en el piano, se escuchaban bien. Unos acordes suaves, lánguidos, seguidos por cascadas de notas rápidas mezcladas entre sí. Yo, amante del rock, daba paso a esa música, que era el marco perfecto para esa noche fantasma. Caminando distraído por esa casi turbadora melodía, llegué al otro extremo de la cárcel, sintiéndome envuelo en esa melodía, casi volado. ¡Chucha!, me acordé, el pitito. Miré para todos lados, y lo encendí en caleta, fondeado 1,2,3, y chao, ¡que marihuana!. Al tiro, llegó la volada, sentía los sonidos pegados en mi oreja. Nítidos, como que los veía, me embelesaban. La buena onda me embargaba, todo era divino y puro, algo delicioso y paradisíaco. Quería sólo andar sin detenerme, sintiendo depurados mis sentimientos, sólo quería paz y amor. Sentía,en mí, la paz y amor. La marihuana, reblandecía la agresividad de animal salvaje que tiene el hombre. Volado como piojo, mis tímpanos acaricados por esa melodía, sintiendo el amor a la vida, aceptando que la muerte también es la continuación de la vida. Volado, me dejaba llevar por las esperanzas que riegan los sueños.
Parados, casi a los pies del cerro donde comenzaba la cárcel, como en trance de volado, desde el mar acompañado por la melodía, que a veces, sonaba como enloquecida y arrolladora, acogida por la acústica del terreno, se mezclaba para unirse al compás de la música, una ola de gruesa neblina, desde el mar a la tierra, cubriéndolo todo. Estaba alucinado, creyendo ver figuras fantasmales que se formaban en la espesa y densa niebla, la que envolvió todo el espacio cercano a la cárcel. Esa cárcel, que era el templo de la libertad. La libertad, que habían prometido los políticos de la Unidad Popular. Libertad a la nacionalización del cobre, libertad, para mejorar los salarios de la clase obrera. Libertad, para la revolución del pueblo. Libertad, para la lucha armada. Libertad, al vociferar venceremos, venceremos, la unidad popular al poder. Libertad, con la izquierda unida jamás será vencida. Libertad, para el pueblo unido jamás será vencido.Libertad, para los que copiaban a Fidel Castro al decir: “socialismo o muerte”. Libertad, para dividir a nuestro país con odios políticos, envenenados por la biblia de Lenin y Marx.
Toda esa libertad, yacía ahí en el templo de la libertad que terminó encerrada en la cárcel de prisioneros políticos en Pisagua. Los militares cacharon, que esa libertad, se transformó en libertinaje.
En la inmensa niebla, se formaban como figuras irónicas, diseñadas por el arte de gobernar. La política es el arte de gobernar. Yo, ahí, no tenía ni arte, ni parte que tocar. Volado hasta las cachas podría asumir esa güeá, que para mí, no tenía casi valor, creyendo que, si el Salvador Allende y el Pinochet, antes de echarse la bronca, se hubieran fumado unos buenos pitos con yerba de los Andes, que estaba al lado de ellos, jamás hubiéramos conocido este mal momento. Si, Pinochet, le hubiera regalado una buena caleta de marihuana al Salvador Allende, seguro que se la fumaban caminando por el patio de los naranjo, en La Moneda, igual como el tal Fidel Castro, que le regaló a Salvador Allende, un fusil ametralladora AKG de fabricación rusa. El güeón de Allende, rajao con Fidel, embarcándose hacia alta mal, métale balazos. Que lindo el regalito, que ejemplo de hermandad. Inculcar sólo violencia, la que trae consigo más violencia. Un pito deberían haberse fumado, los güeones giles. Así volados, se les depura el alma y tendríamos amor y paz, pero eran unos viejos pasaos a bala. Intolerantes, sabiendo los de la unidad popular, que los milicos son paraos en la hilacha, que la tradición militar está llena de valientes soldados militares. Los que nos han liberado de invasores y conquistado tierra.
Que poco hippies fueron, al enfrentarse, sin ningún criterio, arrastrando sus odios, sin cachar que se hubiera podido evitar tantas muertes y sufrimientos. Pero ya la suerte estaba echada. El Salvador Allende, creyendo en sus inmaculados principios de su ideología izquierdista, simplemente, se suicidó. Que gesto tan heróico, mientras otros güeones, por la radio llamaban a las armas a defender la cagá de gobierno del pueblo. En mi volada creí ver llegar al difunto a los pies de satanás. Creo que escuché, cuando satanás le decía casi con desprecio:
-No se aceptan güeones, chao. Vírate Allende, sálvate solo. Adios!
Después de un rato, la niebla se había disipado. Viendo al oficial de guardia, parado en la puerta principal, me llamaba, haciendo mover su mano, indicando acercarme. Al llegar y presentarme:
-Sin novedad la guardia, mi teniente. --Él respondió con el típico saludo militar agregando:
-Soldado, ¿sabe como se llama esa pieza musical? ¿Lo escuchó?
-Sí, mi teniente. Me gustó, como que me voló. Y si no me equivoco, creo que se llama Alicia vá en el coche carolín cacao, leo lao. --Terminando con una risa, por mi respuesta de volado.
El oficial, celebrando mi humorada, sonriendo habló:
-Bien, soldado, me gusta ese ánimo. Ese tema musical se titula:”Tocata y fuga”. Su autor es John Sebastian Bach. Me encanta la música clásica. Y usted ¿Qué música prefiere?
-Yo, mi teniente, antes escuchaba rock y el folcklor nortino, pero eso era antes. Ahora, escucho órdenes militares. --- Terminé riéndome burlonamente de mis salidas irónicas de volado.
El oficial, como aceptando mi buena onda, soltó una carcajada, agregando:
-¿Porqué no me disparó? -- Terminó diciendo, como rogando una convincente respuesta.
Al escuchar esa interrogante, el desánimo invadió mi alma de compasión.
- Mi teniente, esa reacción, casi incontrolable, la conocí en el ejército. Yo, en mi vida de civil, era un hippie amante de la paz y amor, y, como soldado, descubrí mi maldad cuando en Santiago fui baleado y mi instinto, me salvó la vida. Y lloré, porque no reaccioné de la misma manera. Ahí nació mi maldad, descubriendo esto, como una especie de locura. Lo que siento es gusto y susto, pero no le disparé. Si lo hubiera hecho, yo tendría que haberme suicidado, o los militares, simplemente, me hubieran fusilado. En Santiago, yo pertenecí a una patrulla, en donde un pelao mató al oficial, y luego se suicidó. Fue una experiencia horrible.-- El oficial, como despertando un mal recuerdo preguntó apurado:
-¿Eso fue en un edificio cerca del río Mapocho?
-Sí, mi teniente. ¿Supo esa mala onda? -- Él casi llorando afirmó:
-Sí, ese oficial era mi hermano, cuando supe de su muerte, también casi morí de pena. Que desgracia. Amaba el ejército. Se transformaba en situaciones donde sentía el filo de la muerte, pero me reconforta pensar, que murió como militar. No pude asistir a su funeral. Eso fue lo peor. ¿Y es verdad que el asunto es porque el soldado se había guardado unos billetes de dólares y una pistola?
-Sí, mi teniente. Por esa cagá de plata y un arma. Cuando pasó esa mala onda, a mí, me devolvieron a mi unidad, al igual que a los otros soldados. --El oficial prosiguió y como desahogando su pena agregó:
-Yo, para el 18 de Septiembre, tenía preparado mi matrimonio, y mi hermano, el suyo. Esperábamos felices esa fecha, pero con esta cagá que pasó, todo quedó en nada. Comunistas culiaos, donde llegan o donde están, la cagan. Los odio, más encima, como burla, tengo que cuidarlos. -- Mirándome con resignación, terminó diciendo:
-Estamos cagados. Con el paso del tiempo, esto sólo será un mal recuerdo. --Levantó sus cejas y al retirarse, lanzó un suspiro de lamento y sumisión.
Al retirarse el oficial, continué sin más compañía que yo mismo. Bajoneado por la confesión del teniente, concluyendo, que al parecer, todos los milicos estaban medios cagados y era tarde para arrepentirse. No habían ni siquiera imaginado, en la mala onda, que a todo el país lo tenían cagado, menos a los güeones de la derecha o momios. Seguro estaban felices, por haberse librado de la Unidad Popular, mientras los pelaos güeones estábamos obligados cumpliéndoles sus lindos deseos. Momios reculiaos, seguro estarían en sus casitas, pasándolo rico, y los milicos pasándolo como las güeas.
A la oposición y la Unidad Popular yo, y todos los pelaos, los odiábamos. Nunca me preocuó esas cagás de partidos políticos. Nunca pensé que, ahora, llegarían a preocuparme al punto que trastornaron mi vida. Chao políticos, culiaos. En esas reflexiones estaba y llega mi relevo anunciando:
-¡El relevo, indio culiao, disparador! -- A lo que contesté:
-¡Al fin llegaste, huaso culiao! -- Y como un relámpago y cambiando el tono de mi voz, le pregunté:
- ¡Hey! Compadre, deja ver tu fusil. Ando con esta güeá cambiá. --Él, mirando indiferente e irónico, contestó:
-Esta güeá no es la tuya. Vos usái lanza, indio culiao. -- Pero igual hizo un ademán, asegurando que ese era su arma. Yo, mirándolo, con cara de güeveo contesté:
-Chao, huaso culiao. -- Y partí a descansar. También bajoneado por no encontrar mi lanza con mi cargador de balas yerba, como dijo el pelao.
Al entrar a la sala de guardia, casi en coro los pelaos, me agarraron pa´l güeveo. Casi en serio, orgullosos por mi onda con el oficial, aleonándose, dándose aires que también harían lo mismo, si algún milico culiao, les quisiera pegar, asegurando, que si el cabo me hubiese matado, ellos ya lo tenían asegurado. Lo tenían listo pa´ echárselo. Milicos culiaos, nos tienen pa´l güeveo. Cual más, cual menos, expresaba su mala onda. Todos estábamos llenos de esa güeá de servicio milico. De a poco se acabó la conversación. El cansancio y sueño la terminó. Apoyaba mi cabeza en la pared, mirando la pequeña y amarillenta luz de la ampolleta. Parecía la luz de una vela. Bajé mi mirada. Ya todos los pelaos, casi durmiendo, sin ánimo de nada, cansados, agobiados, sin esperanza de nada. Dormitando, cabeciando, sin siquiera pensar alguna güevada, quedé zeta.
Desperté. Despertaron a toda la guardia con unos golpes. Vi al oficial pegando con la culata del fusil en la mesa donde la guardia descansaba, ordenando:
-¡Salir la guardia! ¡Formar la guardia! -- Rápido y somnolientos. Todos listos. Luego el relevo.
Estaba amaneciendoo. En dos filas, marchamos al interior del pueblo. Lass casas se veían despintadas, como abandonadas. A esa hora del amanecer, no se veía ningún civil. Parecía olvidada, como que nadie la necesitaba. Se veían igual a las de Iquique. El tipo de arquitectura inglesa, pero se sentía como un aire de tristeza en el ambiente.
Marchamos, curiosos, mirando por las aceras de madera, las que crujían con nuestras pisadas. Uno de los pelaos huasos, exclamó en tono burlesco:
-Esta güeá, parece pueblo del Oeste, por eso hay tanto indio culiao por acá, güeón. --- Riéndonos de buena gana.
El oficial gritó:
-¡Sonrían a la vida, soldados! ¡Arriba el ánimo! -- y ordenó:
-¡Al trote, mar!
Cansados, como perros, con media lengua afuera, cruzamos el pueblo, llegando a una construcción, casi moderna. Parecía hotel de primera. Ahí ordenaron:
-¡Alto! ¡Posición de descanso! ¡Discresión! Soldados, el salón de recepción de este recinto será su cuartel. Encontrarán sus bolsas con sus pertenencias, luego, en forma ordenada, de a cuatro, se ubicarán en las piezas, que serán los dormitorios. Deben mantenerlas limpias, aseadas y ordenadas. Ahora, los cuatro primeros, pasen rápido. Mientras esperaba mi turno, llamó en mí la atención, al igual que a todos los soldados, una inmensa torre, que también era acorde con la antigüa construcción del viejo Pisagua. Se veía imponente, a los pies del cerro, separada de la playa con cuatro enormes esferas de reloj, que daban la hora para cualquier parte. Ninguno daba la hora exacta. Desde ese lugar, infaltable, se veían soldados de guardia. Los milicos, reyes pal´güeveo, también tenían pelaos güeviando ahí. Allá, en la punta del pico, en la torre, flor pa´tirarse un pito, bien alto, bien volado. Era una maravilla que te invitaba a volarte, de solo mirarla, te picaban las manos por hacerte un pitito. Era un monumento, una pista vertical para salir a volar. Creí que el genio que la diseñó, era tan bondadoso y complaciente con el futuro, que llegó a pensar le voy a construir como un balcón, seguro, que más de algún güeón, va a subir a puro güeviar. Y no se equivocó, apenas la vi, como que te llamaba a sentir que ahí se podía disfrutar. En esas conjeturas al extremo de mis profundas cavilaciones, Chao. Mi turno.
-¡Avance soldado! -- Salí más que rápido, entrando al salón recepción. Se veía de buena factura. Era más que decente, pa´los pobrecitos pelaos. Aún mejor las habitaciones. Ahí, tres pelaos y yo.
Comentando la bonita y acogedora habitación, sólo faltaba el frigo bar. También, llamó la atención y fue tema de conversación, la casi inverosimil torre. Uno decía que como se les había ocurrido hacer una güeá tan alta y como aparte del pueblo. Otro como pícaro, dijo:
-Estos milicos, justo ahí, tenían que poner guardias. Parece güeveo; lo único que faltaba para que nos controlen, Y seguro que algún día nos van a tirar a la torre.
Yo comenté, algo molesto y confundido, cambiando el tema diciendo:
-¿A quién estarán cagando estos milicos?. Predican y no practican. Los de la Unidad Popular requisaban cualquier güeá, en nombre del gobierno del pueblo, cagando a medio país, y los milicos creyéndose justos, requisan lo requisado, o sea, la misma güeá. ¿Quién chucha entiende esta cagá, güeón? -- Uno de los pelaos, rebatiéndome dijo:
-Cállate, güeón. Te pueden escuchar. Parecís comunista. --A lo que respondí:
-Y que escuche el que quiera. Los milicos sin un enemigo son nada. Los milicos se inventaron un enemigo. Sin enemigos son nada. Los güeones estaban aburridos, sin hacer nada. Los pelaos le mantenimos su ego militar. Los güeones, son terribles de echados. Los güeones se pusieron envidiosos con la Unidad Popular, porque güeviaban mucho, y los cagaron. Ahora, les toca güeviar a ellos, y nosotros, prestarnos obligados pa´cumplir su güeveo.
En la noche, todos nos fuimos a acostar, reposando, librándonos de la presente realidad. Cada cual, llevando sus sueños a lo más añorado. Yo, pensaba en mi mamá, mis hermanos, mi humilde y rica casa y me dormí zeta.
-¡Levantarse, soldados! ¡Despierten! ¡Alistarse para el rancho! En tres tiempos, todos formados al rancho y van dos, soldados. --Escuchaba la voz de mando del cabo de servicio. Ràpidos, como siempre, bañados, afeitados y ropa limpia. Esperábamos al cabo.
Se escucha una canción del himno militar. Era el tema de Nino Bravo: “Libre como el viento”. El sonido de varias voces que cantaban la canción, se venía acercando al lugar, donde esperábamos formados. Cada vez se oía más, y más, y más cerca. Primero, aparecen tres soldados guardias escoltas. Más atrás unos civiles, cantaban marchando en perfecta formación. ¡Chucha! Eran los presos políticos. Nosotros, los pelaos, quedamos estáticos, petrificados. Los presos cantaban a todo pulmón, desgarraban sus gargantas. Era un alarido de varias voces, que al cantar, rugiendo su dolor, cantaban con el corazón. Se mezclaba la sumisión y el valor, querían dar a entender que el cuerpo estaba reprimido, no su espíritu de guerrero vencido. Con sus gritos decían al mundo que estaban recluídos, no vencidos. Eran avasallados, pero no rendidos.
Cuando marchaban frente a nosotros, con sus pechos henchidos, y el griterío atronador de esa letra de la canción, que sabiendo que era como para agarrarlos más pa´l güeveo, más fuerte cantaban. Era un coro ensordecedor, como insistiendo en hacer notar que cantaban obligados, pero que no estaban rendidos. Mayor fue mi sorpresa al ver a los hermanos Prieto, al hippie Pepe Segura, al caliente del doctor Vladimir Kusmics, a varios conocidos de mi población La Caupolicán y otros conocidos de Iquique. Y lo que fue el colmo, vi a mi primo Renato Vargas, casi me morí. Pobrecito, no podía creerlo. Quedé loco. Tenía un nudo ciego en mi mente. No había ninguna palabra en mi ser que describiera o mitigara mi corazón. Sentía mis ojos húmedos, mi alma sumida en un mar de confusiones. Mi primo querido, amado, siempre fue buena onda conmigo y mis hermanos, era lo mejor y, ahora, estaba marchando como por un puente hacia el muro de los muertos. La locura había agrietado hasta mi corazón. Por instinto, miré a los demás pelaos. Todos estaban asombrados, sus ojitos mojados, resignados, sintiendo a lo lejos el himno del güeveo que se alejaba con los obligados a emitir esa marcha pal´güeveo.
Mirando al cielo, cagado de onda, buscando una razón para tal infamia. Si hubiese visto a Dios, lo habría cachado que estaba indiferente, ya nos había crucificado. No teníamos perdón, y más allá veía a Satanás, feliz, esperando al güeón, que se le ocurrió esta terrible cuestión.
Estábamos abandonados a nuestra propia suerte. Cachando que los milicos eran carentes de respeto a la vida, y menos, a la dignidad humana. Después, siguió un silencio de ultratumba, cabizbajos, taciturnos, sin hablar ninguna cosa, nos miramos entre sí, tratando de movernos no sé adonde. Parecía que nuestros cuerpos no tenían hueso, articulaciones. No había nada que comentar, el tiempo se había detenido. Éramos ángeles del mismo infierno. Nosotros, los soldados guerreros, estábamos obligados en esa tortura. Éramos torturados y torturadores, nadie jamás nunca comulgó con esa cagá, que tenían los milicos. Usaban a nosotros los pelaos, para compartir sus injusticias. Los güeones se creen justos, cometiendo injusticias. Es igual, como no puede haber luz sin sombra; no puede haber vida sin muerte. Si tuviera la convicción que podríamos resucitar en paz, mataría a todos en este país güeón.
Sintiéndome herido, perdido en el infinito mismo por las confusiones, había perdido mi identidad, sin saber qué hacía ahí, no era hippie, no era guerrero, no era volao, sólo en la confusión veía a los milicos como unos vulgares jotes, volando alrededor de su carroña, al humillar así a los de la Unidad Popular.
Cuando un mes atrás, también, había estado cuidando presos en el estadio nacional de Santiago, igual me recagué la onda, pero ahora, fue como un ataque de mala onda, al ver a mis amigos, familiares, conocidos de mi Iquique. Era una güeá más fuerte. Ellos no eran mis enemigos, fue como si hubieran me pegado mil patadas de un solo golpe. Que los milicos lo llamaban golpe militar, título corto, pero largo de olvidar.
-¡Formar! ¡Alinear! ¡Vista al frente! ¡Giro a la drecha! ¡En dirección al rancho, mar! ¡Marchando y marcando el paso 1,2,3,! ¿Soldados, entonar el himno: Yo tenía un camarada, mar..!
- Yo tenía un camarada -- Cantábamos al unísono, con fuerza para repeler y sacar la mala onda y rápido por llegar al rancho, porque como buen soldado, siempre estai con hambre. (Los milicos, serán güeones, hasta la letra le cambiaron al himno: “Yo tenía un compañero”, ahora se cantaba: “Yo tenía un camarada”. Serán güeones). Cantábamos a todo pulmón vociferando, entonábamos el himno, te reconfortaba el alma, era un barniz para disipar la melancolía.
El lugar de los comedores está a dos cuadras de nuestro cuartel hotel. Era una construcción de una fábrica abandonada. Tenía la mitad del techo y la pared semiderrumbada, ahí mismo, sobre las pocas baldosas que quedaban, sobre unos caballetes más unos gruesos tablones, indicaban que eran las mesas. Apegadas a éstas unas bancas destartaladas. Ahí sentados esperando que sirvieran los soldados rancheros, mientras observábamos comentando, que por lo menos está cagá tenía vista almar. Con la mirada perdida al horizonte, el ocaso daba paso a la noche. La mejor volá. Una puesta de sol, como regalo a la vista. La añoranza de las playas de Iquique relampagueó mi mente. En cavancha nos fumábamos los medios pitos, con los ojos como sapo mirábamos volados, la puesta de sol, pero ahora, cuchareando porotos. No le veía ninguna gracia a la puesta de sol. Tragaba porotos y miraba, tragaba la comida sin gran entusiasmo. ¡De qué manera los placeres de mi vida cambiaban.
Todos tragamos bajoneados. Ese aperitivo antes del rancho, nos cagó la onda. Cuando estábamos sin nuestros superiores, entre los pelaos, nos soltábamos hablando de todo, era nuestra terapia. Lo único, lo mejor, lo más rescatable del servicio milico. Era la buena onda, entre los pelaos huasos e indios. Nos queríamos como hermanos, leales, solidarios, dispuestos a dar la vida si fuese necesario. Así todos nos sentíamos el uno por el otro.
Con la panza llena de porotos tras un jarro de té, de a poco nos fuimos retirando del comedor. A las 21 hrs. todos formados para la retreta, donde comunicaron:
-¡ Las jornadas serán de 24 hrs. de guardia por 24 hrs. de descanso.-- Luego, el oficial dijo:
-¡Buenas Noches, soldados! ¡Retírense en completo silencio y orden a sus dormitorios!.
-¡Compañía, a sus dormitorios! ¡Retirarse mar! -- Un solo giro y chao. Felices a dormir. Era la mejor orden, dormir, comer y salir franco. Pero ahí en Pisagua, estábamos sin salir, sólo era guardia y descanso, si es que no pasaba nada improvisado.
Cuando el pelao puede dormir, duerme, porque los miicos te tocan la diana a la 6.00 hrs. de la mañana y no paran de güeviar hasta las 21 hrs., o sea, te hinchan 15 hrs. al día, con un güeveo constante. Los oficiales y suboficiales, estudian para ordenar. Ven donde los demás no ven. Son master en güeviar a los pelaos.
Son las 6.00hrs., se escuchas la diana y la voz agradable del cabo de servicio despertándonos. A este cabo con solo escucharlo te cagaba la onda, pero más cagao de onda me sentí, cuando caché que había pasado el río. Me había meao en la cama otra vez. Así era. Güeón grande, todavía aveces, amanecía mojao. Pero era experto en hacerme el güeón. Varias veces había pasado el río, pero hasta ahora nadie cachaba. Esperaba que los que dormían a mi alrededor salieran a las duchas y, en medio de ese güeveo, pasaba piola. También la otra volá agradable y desagradable, que le pasaba a todos, era por la herramienta del amor. La güeá también despertaba. Qué parecíamos, cuando nos dirigíamos a los baños. No sé porqué chucha se te paraba, no había donde cresta satisfacerla. Era una de las tantas ridiculeces que teníamos que soporta, como que ya lo habíamos asumido. Pero, igual te veía ridículo con el pico parado y con cara de preocupado, alistándose para formar. Parece que el güeón pedía a gritos un poco de acción. Sólo bajo la ducha helada, ahí cagaba, con la triste realidad, solito se bajaba el hueso del amor. Para no parecer tan grosero.
Formados y dirigidos al rancho, el buen desayuno y de vuelta a nuestro cuartel hotel. Ahí estiré bien la cama con pichí, sabía que con el calor, solita se secaba, y con la bañada el olor a pichí se espantaba, asi nadie me cachaba.
A las 8.00 hrs., formados esperando nuestras órdenes y que rico. Yo más tres pelaos, debíamos relevar la guardia de la torre. Ni que lo hubiera pedido. Feliz partí junto a los otros, que también contentos, marchaban. Pero, bajón. No llevaba ni un miserable pitito, ni una colita, menos un hachis. Resignado pensando que para otra vez me prepararía, porque con la mala onda del día anterior, ni acordarme de mi cargador de balas yerba, pero igual. En el camino les conté el cuento a los compañeros de guardia,, revisando sus armas y nada de nada. Rápidamente, dirigimos nuestros bototos al puesto de guardia. En el relevo, no se podía uno quedarse güeviando, tampoco hacerse el gil, para llegar más tarde. Esas mariconadas, no se hacían entre pelaos.
Estábamos a los pies de la torre. De inmediato se abrió la puerta, escapando un olor a antigüo de esa inmensa torre. Los guardias, salieron con cara somnolienta y llena de risa, empezó el güeveo al tiro. Yo les dije:
-¡Buenos días!, ¿durmieron bien huasos culiaos? --- A lo que contestó uno de ellos en forma irónica:
-¡Chi, güeón! En la guardia no se duerme.
-Seguro. – Contestaron otros – Hasta tienen cara de pajeros, los güeones. Chao, guardia pajera.
Así, con esos lindos saludos, se despidieron advirtiendo, en serio, que cuidado con el oficial, porque de repente, viene a güeviar en el jeep.
- Ya, chao, güeón. – Uno de los guardias, preguntó:
- ¿Vieron a los presos?
- Sí, güeón, que bajón. Más encima cantando “Libre”. Milicos culiaos, les encanta el güeveo. – Yo, en buena onda, y cambiando de tema, dije:
- -Ya compadres, vayan a descansar. Chao.
Dentro de la torre se veía una angosta escalera. Apenas cabía una persona. Uno tras otro, subimos con nuestros fusiles. A duras penas, llegamos a una puerta de salida hacia un balcón que rodeaba la torre. Tenía una vista panorámica espectacular. Cachando hacia abajo, la altura era de respeto daba vértigos ver el suelo. Si se caía alguien, chao. Lo menos que le podía pasar era morir.
Dimos vuelta de acá para allá, y de allá para acá, mirando pa´todos lados, hasta aburrirnos. Ya que antes, estábamos super entrete curioseando desde la altura, hasta que nos choreó. Sentado, con vista al mar, para esquivar el care´gallo, que temprano quemaba, y en esa posición la sombra nos cobijaba, más una brisa que refrescaba, casi al límite del aburrimiento, justo al lado mío, el pelao metió su mano en el bototo, sacando su bienvenido pastito loco: marihuana. Agregando:
-Demos paso al placer de los hippies. –Casi nos caímos de la torre de contentos. Preparó dos pitos cototos y ordenó:
-¡Soldados, a fumar mar!
Los pitos parecían caramelos toffi. El güeón, los hizo con tuti. Uno para dos, dos para uno. ¡Qué lindo!, ¡Qué hermanables! ¡Que ordenaditos los pelaítos! Daba gusto ver como pitiábamos. Creo que si alguien nos hubiera visto desde el pueblo, pensaría que había un asado en la torre. Teníamos la media humareda, güeó. Pero volao te despierta la estupidez y si alguien venía a güeviar, seguro que no habría ninguna evidencia. Nos hicimos rechupete los pititos. Detrás de la fuma… la volá. El dueño de la yerba, tenía hasta los ojos color semilla de cáñamo. Estábamos calladitos, voladitos y comenté:
¡Qué rico, güeón! La yerba te enseña a andar sin detenerte, a no atarte sólo a lo que puedes ver y tocar. (Yo, volao, casi siempre decía la misma güeá. Me creía como el filósofo de la volá).
El otro pelao, en su volá dijo:
-Nosotros, los hippies, protegemos todo lo vivo. Lo que termina desaparece y como el amor que vuelve a regresar. – Yo respondí:
-No como estos milicos güeones, el ansia de dominar se apoderó de ellos y en vez de intentar reconcilliarse con ellos, se pusieron màs crueles y belicosos, aumentando su voracidad de poder, hasta provocar muertes. Debería venir una brisa con poder de transformar el interior de los hombres.
Después de una larga pausa volada, uno de ellos agregó:
-Desde que caché esta torre, sentí que era una caleta ideal pa´volar. Claro, yo igual. Todos habíamos cachado lo mismo; todos éramos hippies volados y pelaos.
Sin saber de donde vinieron, algunos jotes volaban a la altura de la torre, casi frente a nosotros. Eran cerca de las 10 hrs. de la mañana. El horizonte se unía con el mar, en un espacio infinitoo de claridad, que era opacado por puntos negros y voladores: eran jotes. Volaban, mirándonos indiferentes y casi con desprecio.
-¡Miren! -- Grité -- ¡Ahí voy yo!. Soy jote hippie, güeón. ¡Mira!, ¡Ahí vái vos!
Nos recagábamos de la risa, estábamos eufóricos, embriagados en yerba. Interpretábamos las actitudes de los jotes, ponendo palabras a sus acciones.
-¿Escuchaste ese jote? Te dijo, huaso de los quesos, huaso de los charqui, güeón, ja, ja,
Y también en la volá, respondiámos lo que creíamos que nos querían decir los jote.
-¿Qué te pasa jote?, vírate feo culiao. Chao, jote volao. Mira ese es dos en uno. Jote sapo, sapea, jote sapo, chao. Dile al Pinochet que estamos volaos, jote sapo, ja, ja. Dile al general de la FACH, que mande los mismos jotes que bombardearon La Moneda. Anda, jote sapo, ja, ja. Hasta la bandera es distinta pa´esos jotes culiao, ja, ja, ja.
En todo ese volón de jotes, con la yerba y risas, parándome y dirigiéndome al costado sur de la torre para tomar agua de mi cantimplora. Al levantar la cantimplora, a la altura de la cárcel y casi a medio cerro, veo a cuatro civiles subiendo con una actitud sospechosa. No me cabía la menor duda: eran presos fugándose. Mi instinto, mi maldad, reaccionó ante el éxtasis de la muerte. El guerrero de la muerte se apoderó de mi razón. Tomando mi arma: era la droga que coronaba mi agresividad, sentía en mí un solo animal. Estaba listo para matar. Casi, en el aire, saqué el seguro y pasé bala apuntando al primero. Sentía el dedo en el disparador, listo dispuesto a matar. Era como encender un pito, prenderlo y volar. Con el arma, ese placer de matar, elevaba al clímax una liberación a mi maldad.
Con todo ese cambio de actitud ante los otros pelaos, guardias volados. Ellos, sin cachar todavía, casi indiferentes, preguntaron:
-¿Qué volá vái a hacer, Demián? --Yo contesté con voz dura y como ofendido.
-Los presos se fugan. ¡Disparen! -- Mientras, no dejaba de apuntar. Uno como inseguro dijo:
-¿Los matamos, güeón? -- Yo, trasformado por mi agresividad insistí:
-¡Disparen, güeones! -- Uno gritó.
-¡Dispara vos, Demián, pero adelante de ellos! ¡Si no se detienen, los cagamos! --No alcanzó a terminar, y yo, vacié el cargador. Al apuntar, vi que los cuatro fugados, estaban tirados en la tierra con sus brazos en la nuca. Uno de los guardis, habló satisfecho:
-¡Güena, Demián! ¡Ahí quedaron!, no sigái disparando. Y cachamos, como subían unos pelaos con el oficial. Al llegar adonde estaban los fugados, el oficial se desarmó pegándole patadas y culatazos con un fusil. Los bajaron a puros golpes.
Una vez vuelta la calma, un guardia preguntó:
-¿Demián, los habríai matado? -- Yo, con esa inesperada pregunta y ya fuera de mi trance, respondí:
-En ese momento, sí. Esa es la realidad. Creo que si los presos se rebelan y nos capturan, nos van a cagar. Ellos están llenos de odio por lo que le han hecho los milicos. La realidad, no es otra. Nosotros, acá en Pisagua, estamos en una bomba de tiempo. El otro día escuché en la radio, que pretenden venir a liberarlos a sangre y fuego. Yo no quiero morir defendiendo a los presos o milicos. Yo me salvo, y así hay que salvarse. Si un preso trata de desubicarse, chao pescao. Y cambia el tema. Ya pasó la güeá mala onda. A lo que agregron
-Tenís razón. Que linda es Pisagua, güeón.
Al rato, vimos que se dirigía el jeep de servicio hacia nosotros. Al llegar a la torre paró, bajando el oficial de servicio, mirando hacia nosotros preguntó:
-¡Soldado! Baje uno de ustedes y abra la puerta.
-¡Yo voy! Avisé a los guardias. --Agregando-- Pasa el fusil, quizás con qué güeá va a salir este güeón: A estos milicos, culiaos, todo le parece mal güeón.
Luego, bajé rápido, abriendo la perte y diciendo:
-Mi teniente, yo abrí fuego a los fugados. --Esperando la respuesta del oficial, que miró, como que lo había sacado de sus dudas. El preguntó:
-¿Disparó a matar, soldado?.
-Mi teniente, hice unos disparos de advertencia. Si no se detenían, toda la guardia los habría dados de baja, para que cachen que no estamos güeviando. ¿No es así,mi teniente? -- Y esbocé una sonrisa como satisfeco por mi respuesta.
El oficial agregó:
- Te sirvió mucho haber estado en Santiago. El oficial que estuvo de guardia en la cárcel comentó que estuviste al mando de su hermano, en Santiago, donde lo mató un soldado. Yo creo que esa versión, es verdad. --Terminó diciendo, casi incrédulo -- Le respondí
-Sí, mi teniente. Fue re mala onda. ¿Le contó la onda que tuvimos?. Fue re penca. -- El oficial habló, casi compadeciéndolo:
-Sí, comentó tu acto de insubordinación, pero no es al primero que le pasa. Nosotros, los militares profesionales, fuimos preparados física y psicológicamente, para la guerra. A ustedes, sólo se les prepara físicamente y para cumplir órdenes. De ahí viene el comportamiento de rebelión de los soldados a los superiores. Bueno, soldado, subamos. ¡Ah! Espera. --- Dijo el oficial yendo al jeep y trayendo después dos binoculares.—
Al llegar donde los guardias, el oficial dijo:
- Bien, soldados. Así debe actuar la guardia, los felicito. Ahora les dejo estos biniculares, para observar vigilando hacia el horizonte. Comunicaron que cerca de la costa de Pisagua, detectaron submarinos rusos. Si ven cualquier embarcación sospechosa, dan la voz de alarma con dos disparos al aire. Atentos, soldados. Y usted, soldado, acompáñeme a traer el rancho.
- El oficial, junto con el guardia, bajaron de la torre y se marcharon en el jeep. Al rato volvió, dejando al soldado en la torre con nuestros respectivos ranchos. Mientras, nosotros, tratábamos de soportar el care´gallo que picaba sin tener ninguna sombra donde cobijarnos. Nos mojábamos la cabeza con el agua que llevábamos en las cantimploras. Así almorzamos a pleno, sol, con el bajón, ni nos cordamos del sol.
Sentados, mirando el cerro, ya que en esa posicion empezaba sombrear, quedamos chatos con tantos porotos, y de bajativo, sus correspondientes pititos, dos para uno, uno para dos.
Volados, sentados, achicharrados por el calor reinante, lánguidos, sentíamos un fuerte olor a quemado, oliendo hasta humo.¿Humo? ¡Chucha! Se quemaba la torre, güeón. No sé como entre una parka y la madera salía fuego.
- ¡Agua, güeón! -- Las cantimploras, las abrimos y unas miserables gotass saltaron a cualquier parte. No sé quien le tiró otra parka. La pisamos, la restregamos junto con la madera, y se apagó. No sabíamos como apareció ese fuego. Volados y medio locos por la onda extraña, concluímos que al prender los pitos, tiraron el fósforo, ahí mismo donde casi dejamos la mensa cagá. Imagínate, si hubiésemos incendiado la torre. Chucha, nos matan. No sé quien, pero sí, esa era la mensa cagá.
Mirando hacia todos lados, viendo si alguien nos había cachado, Para nuestra tranquilidad, no pasó nada más.
Ya tranquilos, pasado el susto, decidimos que dos guardias vigilarían y yo, con el otro, a dormir dos horas cada pareja. Todos de acuerdo y chao, zeta.
Confiados en nuestro par de guardias, envuelto en la modorra, lánguido, dormité en la incomodidad del pequeño espacio que nos cobijaba.
-¡Despierten, güeones! ¡Miren, se acerca un barco, güeón! ¡Despierten!--. Casi de un sobresaldo, asustados, tratábamos de entender la alarma de los guardias.
-¡Mira, güeón, por los binoculares, viene un barco derechito a Pisagua! -- Decía nervioso uno de los guardias. Tomé y miré hacia el horizonte.
-¡Chucha, güeón, es verdad! Viene derechito pa´cá. --El otro guardia, también semi dormido, se aseguró de verificar la verdad. No cabía ninguna duda, era un barco de guerra. Se veía la nave amenazante, decidida hacia la costa de Pisagua. Uno de ellos le vió hasta los cañones, asegurando que era un barco de guerra. Entre la inseguridad, sólo había que hacer una sola cosa: Dar la clave de alarma. Como, casi con la mirada, nos habíamos puesto de acuerdo, uno de los guardias que asegurado y más que seguro, picado por el bicho de la convicción, simplemente, descargó dos tiros al aire. Quedamos casi aturdidos por los sorpresivos e inesperados pencasos de su arma. Cuando reaccionamos del impacto, hacia el sur y norte de Pisagua, también se escucharon dos balazos, en cada puesto de guardia. Nosotros fuimos los primeros en dar la alarma, sintiéndonos orgullosos de ser tan vivos en nuestro puesto.
Mientras, más mirábamos la embarcación, la tensión subía entre nosotros. Llegamos a pensar lo peor, a tal punto que yo inventé que sería mejor abandonar la torre, porque, seguro que los güeones, con los cañones nos cagan al tiro. Nos miramos, sin titubear, agarramos nuestras pilchas y chao, escaleras abajo. Entre ese movimiento, cachamos que el jeep de servicio, parecía venir hacia nosotros. Entre el susto y miedo, uno de los guardias comentó:
-Estos rusos vienen en son de güeveo. Igual tenimos que cagarlos, güeón.¡A la carga, güeón, vamos! --Gritábamos asustados, tratándo de darnos valor, pero en el aire se notaba como que no era tan grave la cosa. Pero teníamos duda e incertidumbre. Llegando abajo de la torre, sabríamos realmente la verdad.
Al abrir la puerta de la salida, nos encontramos con el oficial bajando del jeep, con una cara como de espanto, preguntó:
-¿Quién fue el soldado que disparó la alarma? --como dirigiéndose a mi persona. El guardia, dándose por aludido, como sacando pecho respondió:
-Yo, mi teniente. Yo vi primero el barco, por eso disparé.
El oficial, como cachando algo de ignorancia, por parte de nosotros, agregó:
-¿Usted, soldado? ¿De qué ciudad es? -- El soldado, casi orgulloso, respondió:
- Soy de la Chimba, cerca de Ovalle, mi teniente. --El oficial, con esa respuesta, como que cachó la onda, y nuevamente, preguntó al mismo guardia:
¿Usted, soldado, sabe donde está la proa y la popa de una embarcación?
A lo que el pelao, contestó con toda franqueza y humildad:
-Mi teniente, nunca he andado en bote. --Al terminar, todos y hasta el oficial, terminamos con ataque de risa. ¡Qué ingenuo! Todos éramos ingenuos en las arte de navegar. Ninguna cachábamos la proa y popa, solo que el guaso culiao, al contar con tanta humildad, demostró que no cachaba nada de botes.
Que buena. Era ataque de risas. El oficial fue el primero que se tranquilizó y aclaró nuestras dudas, explicando en buena onda, que la popa era la parte trasera de un barco y la proa la parte delantera.La nave que se acercaba, era una embarcación de la marina chilena, que venía en servicio especial. Es una barcaza y va a recalar en unsector de la playa, concluyó. Para terminar, tomó un binocular, observando y luego indicó que nos fijáramos en la popa donde flamea la bandera chilena. ¿Se fijaron, soldados?, insistió. Sí, efectivamente, era como lo decía el oficial. La bandera chilena flameaba en la parte trasera, o sea, en la popa.
-Bueno, soldados, ya la cagaron. Suban a la torre y continúen la guardia.
Dió media vuelta y subió al jeep en dirección, seguro, a los otros puestos de guardia que también se habían equivocado.
Al subir nuevamentee a la torre, no podía andar, güeviando al huaso de su cagaíta.
-Gúena, huaso del bote. Huaso marino de agua de porotos. Huaso navegante.
El huaso también se reía de las bromas que le hacíamos.
En el balcón de la torre, mirábamos curiosos, como se acercaba la embarcación. Se veía imponente. Sorprendidos de ver, por primera vez, en nuestras vidas ese espectáculo, que parecía de película. Era una masa de puro acero. Emitía unas ondas avasalladoras, como minimizando al pueblo de Pisagua. Se detuvo unos instantes,em medio de la bahía, como reclamando autoridad. Esa nave de guerra, demostraba radiante su agresividad. Nuevamente y lento, se dirigió a Playa Blanca, en medio de ésta, recaló. Después de unos segundos, bajó la rampla, descansando en la arena. En seguida, desembarcaron marinos armados y ótros que, al parecer, eran oficiales. Hicieron los saludos de reglamentos con los oficiales del ejército, escoltados por varios soldados. Desde la torre, no nos queríamos perder ningún detalle, era como una película, pero de verdad.
Después hubo unos movimientos de manos, apareciendo en la rampla, una fila de civiles que desembarcaban con una actitud sumisa, casi horrorizada. Eran presos políticos. Creo que ninguno de ellos sabía donde estaban. Su aspecto mostraba el miedo y respeto que un soldado siente por un oficial.
Los presos sentían que está prohibido dudar, analizar o negar, sólo podían acatar humillados, las órdenes que cualquier milico les iba a lanzar. Se resignaban a ellos, como el hombre se resigna a lo inevitable, soportando situaciones, que nunca habrían creído posibles.
Una vez que bajaron, los formaron en la arena de la playa: eran 22 presos, cada uno traía un pequeño bolso, como presagio de un viaje sin vuelta, sabiendo que a ellos los arrebataron de sus seres queridos y de sus ideales.
Formados, los presos, se veían desconcertados, ultrajados, confundidos. Los milicos los juzgaban, como si en su conciencia tuvieran un asesinato, teniendo apenas un ideal político.
Los milicos, que actuaban también confundidos, creían amar a su patris, odiando a muerte, a los que en la misma patria eran de la unidad popular.
Yo creía que, en cualquier momento, a cada preso político, le pintarían en sus ropas con pintura roja, el símbolo de los comunistas: la hoz y el martillo. Igual, como habían marcado a los judíos, los trastornados nazis de Hitler.
Los marinos y milicos, frente a los presos políticos, con su aspecto agresivo, acompañados por sus efectivas armas, apabullaban a los presos opacados por esta autoridad impuesta por esos guerreros bien armados.
Ordenaron:
-¡Giro a la izquierda!, ¡avanzar! -- Los presos, sin titubear, caminaban siguiendo a los guardis milicos. Se veían seguros al caminar, pero en su interior, la incertidumbre, la duda, la inseguridad, el temor a lo desconocido dando aspecto de sombies, caminaban, su valor de hombres los hacía avanzar. La brisa extraña, perfumando de olor salino, arrasaba a los presos al ingresar al pueblo, y levantó una gran polvareda. Tal vez fue enviado por el demonio, para espantar los sueños, dando paso a la innecesaria realidad.
Desde la torre, seguimos con la mirada la columna de presos y opresores. Daban la impresión de no encajar en el pueblo, sin apariencia de nortino, Pisagua les hacía sentir su aspecto de vulgares afuerinos.
El olor de esa columna de presos y opresores, no emitía ninguna diferencia. Todos respirábamos y exhalábamos la misma emoción. También los milicos estábamos presos de esa situación. Las circunstancias, nos tenían presos, creyendo, los milicos, que esa era la mejor solución.
Los milicos sabrán, que no hay nada mejor que encontrar a los que quieres. No hay nada peor que estar obligado, arriesgando la vida donde no quieres.
Ya se había perdido la columna de presos, llegando el ocaso de la tarde. Todos los guardias, confundidos, causado por una profunda impresión, nos acomodamos en la incomodidad. Esa realidad inspiraba una tremenda nostalgia.
Deshecho por las malas ondas, recapacité, prometiéndome no involucrar ningún sentimiento, a lo que no se puede remediar. Y viendo como la barcaza, con un estremecedor ruido, cerraba la rampla, haciéndose a la mar.
Los otros guardias, se levantaron y abandonaron el lugar, como dando a entender, que esa película había concluído. Quedé ahí solo, sintiendo la brisa del mar. Ya no quería ni pensar. ¡Pensar qué! . Todo seguía igual. Como mirando, sin mirar, algunos estrellas en el cielo se hacían notar. Pronto caería la noche; para mí todo era igual.
Estaba solo en ese lugar. Los demás guardias, en sus asuntos, sin saber en que lugar se encontraban, cuando un remezón en la torre. Era un sonido de engranajes del reloj. Incorporándome, busqué a los guardias, y caché que estaban en las máquinas de los relojes. Se escucharon las voces y uno de ellos gritando:
-Demián, pongamos a la hora los relojes, güeón. Mi taita me enseñó. Mira este palo tiene trancado los engranajes, y sin esperar ninguna respuesta, lo retiró, dando paso a una descomunal sonajera de fierros, emitiendo al final un sonoro tic-tac-tic-tac. Salimos, hacia afuera, cachando que cada uno de los cuatro esferas de reloj marcaba distintas horas, sólo una estaba casi a unos segundos de las 21 hrs. Y bastó un momento, para que empezaran a sonar las campanas a todo dar. Parecía que se derrumbaba la torre concada campanazo. Nueve campanazos, a todo chancho, se hicieron escuchar a través del silencioso pueblo. Quedamos mudos, asustados. La verdad se siente. La verdad no se sabe. Sentíamos que la habíamos cagado. ¡Chucha! Parece, que con el primer campanazo, el oficial, ya había puesto las llaves para encender el jeep. Aún no salíamos de nuestro asombro, cuando sentimos el jeep y la voz del oficial gritando:
-¡Bajen, inmediatamente, soldados! ¡Apúrense! --Por el tono de su voz, ya sabíamos lo que nos esperaba.
Al abrir la puerta, el oficial se abalanzó sobre nosotros. El mismo pelao, que la había cagado con los dos balazos de la alarma, ota vez la había cagado con los nueve campanazos de la torre.
El pelao, le dijo al oficial, que él había movido unos palos de los engranajes y había pasado lo que pasó.
El oficial, neurasténico, lleno de ira, lo subió y bajó a garabatos y prometió que a la primera salida de franco en Iquique, quedaríamos castigados y si dependiera de él, nos botaría cagando del ejército. Con esa amenaza nos transformamos, presentando una actitud indiferente y moviendo la cabeza irradiando el más mínimo miedo sobre su persona, dándole a entender que no le temíamos a ningún milico culiao.
El oficial, cachando nuestra actitud desafiante y altanera, pero él sin amilanarse y con la misma actitud desafiante y altanera ordenó:
¡Paren como sea esa güeá! --Dando la media vuelta y detrás, casi encima de su espalda, el mismo guardia que la había cagado, de una patada cerró la puerta, como diciendo: vírate, güeón.
El oficial, había tocado la parte más sensible del pelao milico: castigarlo sin dejarlo salir franco. Era la güeá más anhelada, salir franco. Eso era imperdonable. Los milicos culiaos, te podían hacer cualquier güeá, pero si te castigaban con tu salida de franco, era la tortura más cruel. Por eso habíamos reaccionado de esa forma.
Subimos, nuevamente a la torre, igual agarrándonos pal´güeveo:
-¡Pelao culiao, relojero, huaso tic-tac, y un montón de estupideces. --El huaso, que se las dió de relojero, con el mismo palo, trancó los engranajes, volviendo el silencio y la calma a nuestro puesto de guardia.
En la torre, acariciados por la brisa y la noche pintada de estrellas, que daba paso a la claridad del cielo infinito, invitándote a volar. Volamos dos para uno, uno para dos. Cada pelao aspiraba el humo de la marihuana, como despidiéndose del día, dando la bienvenida a la noche celestial. Esa sensación arrebataba mi alma, florecía en mí los más inmaculados sentimientos, hasta la última y primera molécula, rebalsaba de dicha y bienestar. Se fundía mi alma, mi mente, mi cuerpo en un éxtasis paradisíaco de bondad, envolviéndome en una nube de amor y paz, creyendo que las estrellas con sus destellos, quietas, impávidas, lejos de la Tierra podían volar en el espacio infinito, colmadas de amor y paz. Lejos del planeta tierra que estaba a años luz de alcanzar el amor a la paz. Lejos de la Tierra; así, las estrellas repelían la maldad, la crueldad. Las estrellas titilaban a lo lejos hacia la Tierra, esperando que, algún día, la Tierra las pudiera imitar.
Todo el universo, nunca en el hombre creyó. Estaba arrepentido de haberle puesto hombres a la Tierra. Él les había dado la vida, ellos solos descubrieron su maldad, casi gozando con la muerte.
Los planetas, de todo el universo, se reunieron para concluir con una solución al ver su gran error. Decidieron alejarse de la Tierra. Era la única solución, con la esperanza que la tierra descubriera la paz y el amor.
Volado, ensimismado en mis extraños torbellinos de la mente, buscando la razón de la vida, descubrí que la única razón de la vida, es vivir, aceptando lo bueno y lo malo, lo negro y blanco, viviendo a concho el bien y el mal… Así la vida nunca te podrá matar.
Así volado, mitigado, relajado, resignado, llegó el amanecer. ¡Qué rico! El sol cubrió la noche, dando paso a un nuevo día. Sin saber como, escuchaba:
-¡Hey, guardia! Despierten, güeones. El relevo. –Rápido bajamos, recibiendo a los guardias con lindos garabatos, y acordándome de mi atao con el fusil, les conté el cuento, a lo que acompañado de un gran güeveo, mostraron sus armas, para verificar que mi fusil entre ellos, no se encontraba.
Rápido, llegamos a nuestro hotel cuartel. Al rancho para el desayuno, y a la cama. Una vez debajo de mis sábanas secas de mi meado, dispuesto a dormir, uno de los guardias, comentó que había estado de patrulla, y en la noche, cuando pasaban por una casa detrás de la cárcel, salió una mujer rubia y copeteada, que los invitó a su casa. Y luego de compartir con ella, habían tenido relaciones íntimas entre los cuatro guardias. La mina es super loca, pero tiene la mensa cuerá, güeón. Quedamos locos de tanto estar con ella, dijo que le avisáramos a los soldados y que fuera el que quisiera, desde las 01.00 hrs. A.M. Yo, al escuchar esa g[ueá, como que no creía, rebatiéndole:
-¿En serio, güeón? O es la paja que te hace imaginar güeás-- El convincente afirmó que iría a buscar a los otros pelaos que estuvieron ahí. Al rato volvió y los cuatro pelaos, contaron con detalles, como se habían servido a la rucia Mireya, como ellos la nombraban.
Casi incrédulo, navegando en la nave de los sueños, me dormí.
-¡Son las 18 hrs., levantarse, soldados! ¡Formar para el rancho! 1,2,3.
Todos listos, dispuestos y hambrientos, marchamos a los comedores. Cazuela de vacuno, porotos, jarrón con té y acompañado por los calientes comentarios de los favores que hacía la rucia Mireya.
Después nos fuimos a nuestro hotel cuartel, y casi detrás escuchando a los presos políticos entonando el Himno del güeveo. Se percibía algo extraño, había como una normalidad horrible y mala onda.
Todos los pelaos, desde dentro, detrás de los ventanales, vimos pasar la columna de presos. Y como, si fuera una orden inaudible, nadie emitió ningún comentario lastimoso sobre esos hombres. No había gran diferencia, estábamos en la misma situación. Sólo nos diferenciaba el uniforme.
-¡Formar la compañía! – Ordenaron. A las 21.00hrs. la retreta. Lo primero que vociferó el oficial, fue las cagás, que se habían mandado los guardias de la torre y que la patrulla, se perdió toda la noche, y que estaban durmiendo, no se sabe adonde. Ahora, los guardias que patrullen, deberán repotarse cada cuatro horas con el oficial que esté en la cárcel. Y para concluir, gruñó:
-¡Buenas Noches, soldados! -- A lo que todos repetimos, al unísono:
-¡Buenas Noches, mi teniente! -- Como queriendo decir, chao, milico culiao.
Estos milicos, siempre hacían notar las cagás que los pelaos se mandaban, no conocían las palabras de gratitud, los güeones, sabían desparramar, pura mierda.
-¡Retirarse!, ¡Media vuelta!
Todos salimos apurados a nuestros respectivos dormitorios, a cumplir uno de los anhelos del pelao milico: dormir, dormir, dormir.
Las 6.00 hrs. de la mañana. La diana.
-¡Soldados, despertar! ¡Aseo, pelaos! ¡Rápido alistarse al rancho!
Como siempre, apurados marchamos al rancho. Café con leche, pan con dulce de membrillo. Todo ya tragado. Volver al hotel cuartel, sacar las pilchas y formar para recibir las órdenes que designaban los nuevos puestos de guardia. Los mismos guardias que habíamos estado en la torre, haciéndonos los güeones, nos habíamos juntado, pero llegó el oficial y al vernos, puso una cara escandalizada, ordenando que juntos hacíamos puras cagadas. Sacaron un pelao de otro grupo que estaba designado su puesto de guardia y ordenaron incorporarme a ellos, ordenando que nos retiráramos. A lo que consulté a uno de ellos, para donde era nuestra guardia. Él indiferente, contestó:
-Somos patrullas, ahora, güeón.
Casi salté de impresión. La rucia Mireya, como que iluminó mi lujuria. La guardia de patrulla, estaba autorizada para recorrer el pueblo de arriba abajo, las 24 hrs.. Era lo mejor güeviando donde te lleve la razón.
Rápido nos marchamos hacia el norte de Pisagua. Por el camino consulté, a los pelaos, si habían escuchado algo sobre la rucia Mireya. Ningunoo tenía idea quien era. Yo, en breves palabras, relaté los favores que hacía a los guardias. Ellos, sorprendidos, y cambiando su cara, la calentura casi los transformaba. Querían que fuéramos al tiro. Calmándolos, para entrar en razón, les prometí que en la madrugada iríamos,por si las moscas.
En la conversa y caminata, llegamos adonde terminaban las casas del pueblo, encontrándonos con una construcción, casi terminada, rodeada de peligrosas alambradas de pua, barracas, donde en las cuatro esquinas sobresalían unas torres de vigilancia; era, sin duda ahí donde llevaban a los presos a trabajar construyendo sus propias celdas. Creo, que hasta el más güeón se daría cuenta que eran copia fiel del campamento de prisioneros judíos de Alemania, donde los nazis, culiaos, de ultra derecha, torturaron, encerraron y mataron vidas. Este era nuestro propio holocausto chileno.
Tratando de que no nos invadiera de mala onda esa demencial construcción, invité a los guardias, que fuéramos a otro lado. Ninguno emitió el más mínimo comentario. Seguimos patrullando, llegamos a la playa blanca, donde días atrás, habían desembarcado presos políticos. No quedaba ningún rastro, como que ahí nunca nadie llegó. Sapeamos a todos lados, sin encontrar nada peculiar. Avanzamos más al sur, encontrándonoos con unos monolitos que indicaban el lugar del desembarco de las tropas chilenas para tomar Pisagua en la guerra del 1879. Era increíble, la playa y el cerro, juntos formaban casi un ángulo de 45º . No se cómo esos soldados a sangre y fuego, se tomaron Pisagua.
Todos los guardias sentíamos, asombrados, la valentía de los soldados. Para demostrar nuestro respeto a su valor, ordené:
-¡Soldados, atención firmes! ¡Desenvainar la bayoneta! ¡Presenten armas!
Los cuatro guardias, motivados, les rendimos honores a esos soldados olvidados. Durante unos segundos, duró nuestra ceremonia. Distrajo nuestra atención un ruido de motor, volvimos la mirada hacia atrás y....¡Chucha! era el oficial de guardia. Bajamos nuestras armas y retiramos el yacatán. El oficial con cara de extrañeza preguntó:
-¿Que güeá están haciendo, pelaos? ¿Quién inventó esta güeá. --Yo, respondí:
- Mi teniente, rendimos honores a esos soldados fallecidos en 1879.
Él, no creyendo, increpó:
-Vos, Demián, donde estái, inventái güeás.-A lo que respondí, cuadrándome y con voz desafiante dije:
-¡Sin novedad la guardia, mi teniente! -- Lo que me imitaron los otros pelaos. El oficial, cachando nuestra indiferencia a su disciplina militar, saludó con su mano en la visera y se dio la media vuelta, partiendo rajado en su jeep, acelerando a fondo por el camino de tierra en mal estado.
La patrulla allí mismo permanecía, ya relajados de la mala onda del simpático oficial, nosotros con aire que no nos importaba ninguna cosa de su onda milico furioso.
Uno de los patrulleros, sacándose el casco, lo urguetió y flor, sacó el menso pito, diciendo:
- Ahora, a nuestros héroes olvidados, le rendiremos honores, como buenos hippies milicos volaos. ¡Soldados, a fumar!
El menso pitito, güeón. Parecía que lo había fabricado en una hoja del diario El Mercurio. El pelao, volao, previsor, se hacía querer. El pito, pa´los
hippies, es igual que las velas pa´los católicos, o el incienso pa´los hindúes, o el copete pa´ los creyentes idólatras del dios Baco.
El que sacó el pito, lo encendió, parecía yoma, como aspiraba, con dos pitiás dejó casi la mitad. De ahí, me tocó a mí. Casi me pegaron los güeones; yo creí que ese era el único aire que debería respirar. Le tocó al tercer guardia. La misma toná, este guardia, haciéndose el güeón, habló como disculpándose que él nunca había fumado cosas. Pero ni le insistimos, aprendió al tiro. Tras la pitiá, le dijimos:
-Aguanta el humo hasta donde podái. -- Con tos y carraspera, casi asfixiado, botó la mensa bocanada de humito.
Estábamos como volados y pegados. El care´gallo se hacía notar. No sé porqué el pelao, recién inicado en las artes de volar, empezó a lloriquear. Como asustados, le preguntamos:
-¿Qué onda te pasa? -- A lo que respondió entre sollozos:
-Es que mi polola... --Y le dió ataque de risa. Otra vez decía:
-Es que mi polola ... --Y se doblaba de la risa. Era contagiosa la risa del güeón. Nos miraba y se reía, como loco. Nosotros nos pusimos a reir también de verlo a él. A todo hocico nos reíamos. En la volá, poníamos diferentes caras y más reíamos.
No sé cuanto duró esa volá. Hubo, como una pausa, donde quedamos en completo silencio. El mismo pelao, con voz acongojada y llorando a mares dijo:
-Les voy a contar una güeá re penca que me pasó con mi polola. -- Y otra vez empezó sin poder contener la risa. La misma cosa, todos atacados de risa. Estábamos desarmados de tanto reírnos. Después nuevamente habló:
- ¿Sabís? Que buena la yerba, nunca me había volao. Me gustó al tiro, güeón. Pero, es que mi polola y ... ataque de risa... éramos los únicos felices en ese pueblo de Pisagua. Como que flotábamos riéndonos. Todas nuestras miserias y malas ondas, arrancaban de nuestro ser. Volados, idos, escapábamos de la horrible verdad. Cada uno de los que, por las circunstancias de la perra vida, debíamos soportar. Así volados, nos llenábamos de fuerza, para poder seguir soportando cada golpe. Todos los golpes, increíbles golpes, que cada día nos daba el tortuoso golpe militar.
Al rato, llegó el bajón de la yerba. Te dá pura hambre, y, como coincidencia, ya estábamos en la hora del rancho. Para allá nos fuimos. El hambre, nos hacía caminar rapidito. Ni hablábamos, sólo nos llamó la gran atención, cuando pasamos por las barracas llenos de presos políticos, que trabajaban, como si construyeran sus propios ataúdes. Tupida la mente de hambre, ninguno de la patrulla comentó ese feo espectáculo. Pasamos, casi indiferentes, sólo mirando el suelo donde pisar, con la mente turbada por esa realidad.
Llegando al comedor, listos esperando nuestro almuerzo, se acercó un pelao ranchero y güeviándonos habló:
-Bienvenida a la patrulla los conejos. -- El pelao, recién iniciado en la volá, preguntó:
-¿Y porqué, güeón, decís esa güeá? -- A lo que tuvo como respuesta:
-Parecen conejos, los güeones, tienen los ojos rojitos y chiquitos, güeón. --Yo contesté:
Es por el care´gallo, güeón sapo. -- A lo que contestó:
-Sí güeón, ¿Y saben? La caga de rancho va a ser una taza de té y un pan, güeón. No ha llegado el camión de los víveres. No sé que güeá pasó. -- Sin más explicación, se retiró, volviendo con ese miserable almuerzo. Lo tragamos sin reclamar, como ordena la disciplina militar, pero igual el pelao ranchero nos repitió la dosis de té y pan.
Entre los pelaos milicos, sabíamos que varios güeones, éramos adictos a volar. Ninguno jamás te sapeó, ni menospreció, tampoco güeviaban pidiéndote yerba, y preguntándote güeás. Si se daba la mano, bien. Cuando menos lo pensábai, aparecí su pitito volador.
Al retirarnos del rancho, saliendo, apareció el oficial del jeep, diciendo:
-A ustedes los andaba buscando. Suban al jeep.
- A su orden, mi teniente. --Contestamos.
Arriba del vehículo, toda la patrulla en dirección a la cárcel. Al llegar, el oficial ordenó bajarse, agregando:
-Usted, Demián, venga. Y los otros guardias, esperen acá afuera.
Ingresamos, los dos a la sala de guardia. Ordenó que tomara asiento, al igual como lo hizo él. Iniciando la conversación habló:
-Usted, soldado, conoce al capitán Martus. ¿Cierto? -- A lo que respondí:
- Sí, mi teniente. Estuve en Santiago al mando de él. --El oficial satisfecho con mi respuesta, insistió en seguir aclarando algunas cosas, que según él no le agradaban de mi actitud como soldado y agregó:
-El capitán mencionó, que usted, tuvo un buen comportamiento en los enfrentamientos en Santiago, pero que lo había sorprendido en un acto de rebeldía contra un superior, al desafiar con su arma a un cabo. Ese fue un acto de rebeldía militar. El capitán, por las circunstancias, que se viven este país, se la perdonó. Pero, ahora, cambió la situación. Le digo esto para su bien personal. Si cuestionas las reglas militares vas a sufrir. ¿Estamos claro, soldado? --A lo que contesté, como creyendo que él tenía razón:
-Sí, mi teniente. --Luego ordenó
-Vamos donde los otros guardias. --Cuando estábamos los cuatro patrulleros, el oficial ordenó:
-Ustedes, deben reportarse a las 21.00 hrs. acá en la cárcel. Después a la 1.00 hrs. y, para terminar, a las 5.00 hrs. No quiero que se pierdan .¿Entendido soldados? -- Contestamos:
-A su orden, mi teniente. -- Y éste agregó:
-Continuar la patrulla. -- Dimos media vuelta y chao. Al llegar a la esquina de la cárcel, los pelaos sapos, preguntaron que había dicho el teniente. A lo que respondí:
-Me dijo puras güeás, sólo gueás, y más güeás, y hartas güeas, riéndome en forma burlona y bien fuerte a toda boca, para que escuchara el güeón.
De ahí, parados un rato, ví que en el muelle, había una camioneta con algunos civiles, lo que llamó mi atención y rápidamente les dije a los guardias:
-Vamos a güeviar al muelle.
En el muelle, desde arriba, cachábamos como en el agua había unos faluchos (botes de pescadores o mariscadores), que desembarcaban mariscos. Los subían a pulso unos civiles, que a los pelaos, que ahí nos encontrábamos no nos hablaban, como haciéndose los güeones.
Al subir los sacos, los tiraban a un carretón de mano, llevándolos al vehículo donde se encontraba un señor, que parecía como el jefe de la movida. Yo, acercándome a curiosear, caché que eran erizos y sin vacilar le dije:
-¿Jefe, me convida unos erizos? --Él, quizás por temor, contestó de buenas maneras, diciendo:
-Por supuesto, mi soldado, tome esta bolsa y saque los que quiera. --Yo, como tímido, había sacado alrededor de 10 erizos, y él insistió:
-Saque más, llénela, están fresquitos. No hay problemas y haciendo un gesto de buena onda, él mismo llenó la bolsa. La rellenó, eran como cien erizos. Los otros guardias, ya estaban al lado mío. Agradecimos el gesto del jefe, despidiéndonos y cachando hacia la puerta de la cárcel, si alguien sapiaba, pero sólo se veía el pelao de guardia, que por supuesto, se haría el güeón.
Bajamos a la orilla de la playa, entre dos pelaos, llevábamos la bolsa. Caminamos bien al sur, cuando de repente escuchamos:
-¡Alto ahí, pelaos culiaos! -- Para nuestro alivio era la guardia, que se encontraba en ese puesto. Acercándonos, le contamos nuestra movida y, buena onda, afuera yatagán. Con un certero golpe en el medio, se abrían los erizos, saliendo a relucir las gordas lenguas amarillitas, gorditas, sabrositas. Nos hartamos de comer, era la dosis justa para los ocho pelaos que ahí nos encontrábamos. A nadie le faltó ni le sobró. Después, lavamos nuestras manos, cara y yatagán. Quedamos chatos de tanto marisco. Hubo un largo reposo, luego uno de los guardias, al que le convidamos erizos, agradecido dijo:
-Tomen el bajativo. Ahí van dos. Nosotros no vamos a fumar. Estábamos con el bajón y ustedes llegaron en el momento preciso, compadre.
El pelao patrullero, se buscó los fósforos por todos lados, y nada de nada. En la volá de las risas se habían quedado los únicos fósforos. El guardia que regaló los pitos dijo:
-¿Sabis? A nosotros nos quedan dos fósforos, güeón. Si querís te los doy, pero después traen una caja pa´cá.
-Trato hecho. --Contestamos. Yo agarré los fósforos, encendí uno y con el viento, se apagó. Agarré el otro, los pelaos rodearon mi persona, para tapar el viento, raspé el fósforo y se quebró, casi en la misma punta. Como reclamaban los güeones. Con un corta uñas, lo agarré, lo raspé y encendió apenas y se apagó. Casi me pegaron los güeones. Cagamos. La pana del hippie: no tener fósforos pa´encender el pito, güeón. Y en ese lugar del mundo, no había nadie que tuviera fósforos. Uno de los pelaos inventó:
-Sácale pólvora a una bala y con dos yataganes los golpeaís, de repente prende, güeón. --Dicho y hecho. Juntamos unos papeles. Otro, de la patrulla, arrugó un papel que se leía clarito que era una carta. Tres golpes de yatagán y brotaron de la pólvora y papel, unas milagrosas llamas. De piquero, nos tiramos a prender los pititos.
Sólo la patrulla fumó. Fumamos, uno para dos, dos para uno. La brisa marina nos refrescaba del abrazador sol. Volados, nos sentíamos refrescados, acariciados en nuestra imaginación. Lacios y volados, reposábamos estirados en la arena de la playa, mirando las gaviotas con sus graznidos. Parecía que decían gorreao, gorreao, gorreao. A lo que dije:
-Mira, güeón, escucha esas gaviotas. Dicen gorreao, milico gorreao. -- Lo que provocó una zalagarda de risas y garabatos a las gaviotas. -- Nosotros, en nuestra volá, insitíamos que decían: gorreao, gorreao, milico gorreao.
Nuevamente el pelao se acordó y relató como resignado:
-¿Les cuento una güeá? Esa carta que se quemó, era de mi polola, güeón. La güeona decía que había terminado conmigo, y, por favor, la comprendiera y perdonara, pero que se había enamorado de mí hermano. Cacha, la culiá. Y el güeón maricón de mi hermano también ahí escribió pidiéndome perdón, haciéndose el güeón. Seguro que se la está sirviendo, güeón. La güeona, es re´güena pa´la cama. Maricona, culiá. Más encima me cagó con el güeón de mi hermano, güeón. Mujeres culiá, no les puede faltar el pico a las calientes, güeón... -- Y terminó riéndose, como asumiendo lo inevitable.
Yo, al oir ese lindo comentario, vino a mi memoria un recuerdo parecido. A modo de consuelo le conté:
-A mí, güeón, me pasó casi lo mismo. La loca, a los tres meses que estaba de milico, me mandó una carta y última, diciéndome que me estaba cagando con otro culiao, y parece que el güeón es muy rico, porque nunca más supe de ella. Como que me fuí de este planeta, güeón. Y eso, que cuando nos hacíamos el amor me repetía que nunca me dejaría y yo, el saco de güeas, le creía. Son todas iguales, güeón.
Otro pelao contó algo parecido, pero que al final, todo era igual. A todos los pelaos, chao, cagaste. Te fuiste. Bueno a rey muerto, rey puesto. Pero éste concluyó con optimismo, dándonos una receta diciendo:
-¿Saben, güeones? Cuando salgamos de esta güeá de servicio milico y veái a la mina tenís que pegarle dos cachas, una pata en la raja y chao. Mal agradecida. -- Terminando todos los güeones cagaos de la risa, por la excelente receta. Y como telón o música de fondo, para acompañar esa mala onda con el amor, las gaviotas insistían diciendo: Gorreao, gorreao, milico gorreao.
Bajo las gaviotas y lindos recuerdos de esas mal agradecidas ex pololitas, apareció el ocaso del día, el que anunciaba a la patrulla retirarse del puesto de guardia, donde tan volado y comido los habíamos entretenidos. Casi, se me olvidaba, que tenía que revisar los fusiles a los guardias, para ver si podía encontrar mis balas yerba. Rápido les conté el extravío de mi fusil y pronto accedieron a confirmar que realmente tenían sus propias armas. Bajón, mi cagá de fusil no estaba. Me cagaba la onda, pero la esperanza, me animaba al pensar que si lo tenía un soldado, igual que yo, casi piola, vería si lo encontraba.
Nos despedimos de los guardias, quienes nos aseguraron que no tendrían problemas por los fósforos, ya aprendieron como hacer fuego.
Apuramos el tranco, derechito al rancho. Ya eran las 18.00 hrs. En el trayecto nos cruzamos con los presos políticos, que se dirigían cantando el himno del güeveo: Libres como el viento.
Ver a los presos políticos, transformaba nuestra volada en realidad, sólo tratábamos de evitarlos, pero en buena onda.
Llegamos al rancho, ubicándonos en una de las mesas. Fuimos recibidos por el soldado ranchero, el que con ironía saludó:
-Bienvenidos al restaurante el poroto volao, señores de la patrulla conejo. Tenemos como aperitivo de la casa, colirio sour, de entrada ensalada surtida de patadas en la raja, de plato de fondo, una jugosa patada en el hocico y de postre panqueques en almíbar de caca y de bajativo se lo llevamos a la playa, señores, consiste en pajas a granel, pelaos culiaos.
Les cuento: llegaron los víveres, güeón. -- Y se dió rápido la media vuelta, sabiendo que también le contestaríamos lindos garabatos.
Mientras esperábamos nuestra comida, comenté que cuando yo estudiaba o veníamos de la playa con mis hermanos, a la hora de once, casi siempre, mi mamá nos esperaba con pescado frito y una rica taza de té. Tenía pegado en mi mente esa costumbre. Era imborrable. Esa hora me llenaba de añoranzas por mi hogar. Éramos humildes, pero nunca faltó en mi casa la buena comida. Mi taita es super movido, trabaja en la empresa portuaria y cuando salía de la pega, pasaba a la caleta Riquelme, que está a la salida del puerto. Siempre llegaba con pescado o jaibas, como que gozaba el viejo, cuando tragábamos esas delicias del mar, que mi mamá re rico las preparaba. Otro pelao, también hizo recuerdos de su casa, donde contaba que daría cualquier cosa por comer queso de cabra o charqui. Él era de la Rinconada de Punitaqui, y sus papás fabricaban todas esas maravillas.
Ótro contó, que él había estado desde que se acordaba en un internado, y esa hora le traía mala onda, porque los güeones, los tenían chato con la avena con leche y un pan pelao. O al almuerzo, una sopa de cualquier güeá con una papa y tallarines. No quiero ni acordarme, güeón
En esa conversación de recuerdos bonitos y desagradables, llegó el rancho: la media cazuela, hasta con tumba, el medio pedazo de choclo, papa y zapallo. Después, la porotada con riendas y como bajativo, jarro con té.
Mientras tragábamos, les dije a los patrulleros, que de a uno iría al dormitorio, donde se lavarían y cambiarían los calcetines y ropa interior, porque a la 1.00hrs. después que nos reportemos al oficial, vamos a ver que pasa con la rubia Mireya.-
- Y vos, ¿cuántos pitos tenís?, sólo asegúrate uno pa´la mina, por si las moscas. Si no pasa nada, de ahí veímos que güeá inventamos pa´pasar la noche. ¿De acuerdo? -- Todos, casi al tiro, contestaron.
-¡Ya! ¡Qué buena! Esa es la misión.
De a uno se fue a cumplir lo acordado, el primero, llegó hasta perfumado. Le faltaba la pura corbata, después partió el segundo, y el tercero. Yo, salí al último. En el baño lavé bien mi hueso del amor, éste como intuyendo, que tendría acción hizo unos ademanes de erección, a lo que lo calmé, diciéndole:
-Espérate güeón, de repente la vái a pasar flor. También lo compadecía, hacía tiempo que no lo introducía. Mi pene, masturbarlo, para mí, era una humillación. El güeón era como una bestia. El instinto lo paraba, sólo quería vaginas. Ya era grande. Las pajas, no lo consolaban, sólo era desprecio y frustración. Él sabía, que no había crecido, sólo para mear, acabar era más rico que mear.
Listo y dispuesto al encuentro con los patrulleros, en el dormitorio, vi al guardia que había tenido su encuentro sexual con la rucia Mireya. Le pedí que confirmara la casa, donde él con lujo de detalles, describió ese antro del placer. Agradeciendo su buena voluntad, nos fuimos al rancho.
Ahí esperamos conversando güeás. Uno de los patrullas, con desánimo comentó:
- ¿Y si no pasa ná con la mina, güeón? -- A lo que respondí:
- Agarramos el jeep de servicio, güeón, nos vamos a Iquique, derechito al Julio Prieto, es una casa de niñas bonitas, es lo mejor de Iquique. Una vez fui con unos compadres, eran todas ricas, pero no pasó ninguna güeá, porque andábamos patos. Fuimos a puro calentarnos, pero si vamos ahora, cuando ellas nos vean la cara de valientes, capaz que nos hagan el favor, güeón. Y, por último, si realmente no pasa ná, ahí mismo nos corrimos a paja, güeón. Ja,ja, terminando todos riendo.
De ahí, cachando la hora de la retreta, 21.00hrs., formada la compañía, el oficial se dirigió a los soldados dándoles puras quejas, dándoles a entender, que hacen todo malo. Los milicos profesionales, a os pelaos, le ven todo lo malo, y los pelaos, a ellos también, le veíamos que igual hacían todo malo. Así, empatados en nuestras acciones, por lo menos, convivíamos soportándonos.
Después que despidieron a los soldados a sus dormitorios, nos acercamos al oficial a reportarnos, el que insistió que a la 1.00 hra. a.m. y a las 5.00 hrs. a.m., nuevamente nos esperaba en la guardia de la cárcel.
-¡A su orden, mi teniente!-- Nos despedimos, retirándonos. Yo invité a la patrulla, que fuéramos al sector de Playa Blanca, ahí nadie güeviaría. Y cerca de la 1.00 hra., vamos a reportarnos y de ahí, a la movida. Dicho y hecho.
Llegamos a la Playa Blanca, como su nombre lo indicaba, resplandecía la arena blanquita, rica. La noche, casi de día, por la luz de la luna. ¡Qué acogedor!. Ni frío, ni calor; era como el verano, echados, con la panza llena, mirando las estrellas. Todos en total silencio. Cada uno acordándose de ellas, sufrir por amor, que no daría sólo por verla, aunque sea un segundo, sabiendo que no la tenía, más la quería. Era la primera, la última que amaba y deseaba. Hasta unas lágrimas derramé por esa mal agradecida. Quería sacarla de mi corazón, pero algo, no se que chucha, me lo impedía. Con rabia prometía, le voy a dar la receta del milico, apenas la vea, le pego dos cachas, una patá en la raja, y no sé si podría decirle, chao mal agradecida. Ese amor que me había despreciado, todo mi ser lo tenía super cagao. Prometí, nunca jamás en la vida, volver a enamorarme, sólo las usaría, las tomaría, con cualquiera me revolcaría. Ninguna güeona merecía mi amor. Era un vago consuelo. Terminaba igual, extrañándola a ella. Su desprecio como dolía. Sufrir por esa mujer, como güeón, creía que me amaba, como yo aún la amaba, pero ella estaba amando a otro güeón y de mí, ni cagando se acordaba. Mi vida estaba totalmente trastornada. El hippie de amor y paz, pensaba ahora puras güevadas: amor y odio, paz y guerra, era la vuelta de la moneda. Al final concluí,. Antes lo pasé rico, ahora lo estoy pasando como las güeas, pero cuando salga de este servicio milico, me voy a desquitar, cague a quien cague, tengo que pasarlo rico.
Casi alejado de mí, esos recuerdos tortuosos y, como dormitando, tranquilo, relajado. El mal momento solucionado, escuché, con asombro, que los patrullas cerca del mar, miraban asustados las olas luminosas, casi al reventar, diciendo:
-Mira, Damián, hay como una luz debajo del agua, como si hubiera una güeá alumbrando. Yo, al principio, confundido, me asusté y al tiro, como que caché ese resplandor, y, agarrando pal´güeveo a los huasos les comenté: - ¡Oye! , huasos culiaos, es un submarino que está en panne debajo del agua. ¿¡No veís que atrás hay unos marinos rusos empujándolos, güeón? Anda a avisarle al teniente, güeón, apúrate, guaso culiao, ja, ja.
Incrédulos, por mi güeveo, y para calmarlos les expliqué. Ese es un fenómeno de la naturaleza, se llama noctiluca, son microorganismos, que con el reflejo de la luz, y movimiento del agua emiten un resplandor fosforescente. ¿Cachái, güeón?.
Parece mentira, pero así es la cosa.
Ellos contestaron:
-Nunca habíamos visto esa fenómeno tan loco.-- Era realmente espectacular. Parecía que la playa, con el romper de las olas, se encendía. Todos estábamos como hipnotizados, viendo esas luces que preciosas, se veían. No había palabras, para describir esa maravilla. Con solo verlas, te llenaban la vida, pensando que, quizás Dios la envió para apaciguar nuestro dolido corazón falto de amor y desilusión.
Eran ya las 24 hrs., les comenté:
-Vamos caminando tranquilos hacia la cárcel, así como patrullando y a las 1.00 hrs. justo vamos a presentarnos al oficial de guardia. Cuando al llegar al pueblo, totalmente a oscuras, porque todos los días a las 24 hrs., se cortaba el sistema eléctrico, el resplandor de la luna, servía para iluminar ese pueblo de aspecto fantasmal. Daba pánico caminar en medio de la calle, algunas casi ennegrecidas por las sombras. De entre las casas abandonadas, parecía que el demonio nos aguaitaba, para verificar que nosotros, los ángeles del demonio, todos los milicos cuidaban su infierno.
Nosotros llenos de terror, paralizados de horror, asustados por esa visión, no sabíamos si caminar o arrancar, güeón. Escuchábamos en ese silencio de ultratumba, como carcajadas de terror, escuchábamos al demonio diciendo: Milico culiaos, acá muere el amor, sólo la muerte pulula en cada rincón… ja, ja, ja.
Que locura, que espanto. Uno de los guardias, como reaccionando gritó:
- ¡Escucha, Satanás! –Hizo una pausa, dejando escapar un fuerte y sonoro peo -- agregando—agarra tu parte, Diablo, ja, ja, ja.
Lo que nos volvió el alma al cuerpo, riéndonos de puro miedo y con la risa dándonos valor. Rápido caminamos, riéndonos del menso peo que el patrullero se mandó. Así llegamos a la cárcel. Al doblar la esquina, el oficial de guardia, estaba en la puerta como esperándonos. Cuadrados nos reportamos.
-Sin novedad la patrulla, mi teniente. —Este mirando su reloj, respondió el saludo conforme con nuestra actuación y preguntó:
-¿Porqué se venían riendo, soldados? – El guardia del peo, respondió:
-¿Sabe, mi teniente, cuando cruzamos el pueblo a oscuras, veníamos cagaos de miedo, como que veíamos al cuco… ja, ja. – terminó riéndose por su casi infantil respuesta. El oficial, al igual que nosotros, que reíamos de la contestación del pelao, respondió risueño:
-¡Güeones grandes y le tienen miedo al cuco, güeones! Ya, chao, váyanse por este lado ahora y cuidado con el cuco… y no se olviden a las 05 hrs., acá mismo voy a estar .
-¡A su orden, mi teniente! -- El oficial nos había mandado por el mismo camino que nos conducía a nuestra cita. Nerviosos, incrédulos, era la hora precisa entre un enredo de casas, casi a oscuras, caminábamos sin saber exactamente, cual era la dirección, sólo la calentura no nos hacía desistir. En eso estábamos, cuando al lado mío, se abrió una puerta, apareciendo una rubia, saludándonos, dijo:
-¡Hola, soldados, los estaba esperando! – Con toda la confianza que ella inspiraba, entramos a un living alumbrado por una vela, junto a una botella de grapa, tres sillones rojos de tevinil y en el piso una gruesa alfombra descansaba. Los cuatro sentados, observándola a ella. Estaba con un jeans ajustado y pata de elefante, una blusa negra anudada en su curvilínea cintura, la que hacía sobresalir sus lindos y grandes pechos, como su gran trasero.
-¡Qué rico que vinieron! ¿Saben? Yo vivo sola, mi marido me abandonó. Me aburro mucho. Yo antes era bailarina en Santiago. El me trajo a este pueblo aburrido,-- hizo una pausa .Agarró la botella, tomando un largo trago, después alargando su brazo me ofreció la botella diciendo:
- Toma soldado. –Yo parándome y agarrando el copete le dije:
-No nos digas soldados, dinos guerreros. Somos guerreros del amor.—Terminé diciendo con cara de lacho . A lo que ella con cara de erotismo y voz de caliente dijo casi en un susurro:
-¿Quieren guerra? – Y terminamos riéndonos como casi calientes. Yo respondí:
-Te trajimos un regalito. – Y miré al pelao, como diciéndole un gesto de: Pasa el pito, güeón. Este al tiro me lo pasó.
-Toma. – Le dije a la rucia. —Ella, como que enloqueció, diciendo:
-Gracias a Dios, un pitito en esta cagá de pueblo. Me vuelvo loquita volada. Préndemelo, por favor. –El guardia acercó la vela y ella, casi se lo tragó. El otro pelao, otro pito encendió. La rucia con su brazo acercó mi cabeza a la suya y de su boca el humo de yerba me sopló. Humo, lengua, labios, boca, puros besos. Ella estaba regalada. De pronto la ví que otro copete se tomaba. Buscó mi boca, igual, le tragué hasta las babas. ¡Qué mujer! ¡Qué placer! Con mis manos todo su cuerpo acariciaba, llegando a sus partes húmedas. Ella gemía diciendo:
-Me caliento rico, cuando estoy volada. -- Y yo sus labios carnosos besaba, chupaba. Le arranqué la blusa, apareciendo las mensas tetas. ¡Qué ricas! Volao, caliente, trastornado, las tetas más le chupaba, sintiendo como ella urguetiaba el cierre de mi pantalón. Sacó mi hueso del amor, al tiro, como pidiendo perdón, se arrodillo, chupándomelo compasión. Ella se levantó y ordenó:
-Sácame el pantalón, mi amor. -- Ella también cooperó. En un dos por tres, en pelotas quedó. Indicó que me acostara de espaldas. Al tiro obedecí. Ella puso su sexo en mi boca y su boca en mi sexo. El numerito del placer. Que manera de gozar. Ella como suplicando pidió:
- Por favor, bésame el culo, mi amor. -- El beso negro, el medio culo, era todo para mí solito. Mi hueso del amor, se perdía y aparecía en su boca jugosa y deseosa. Después de un rato, se calmó. Se dió vueltas, pidió un trago. Otra vez de su boca me dió, y al mismo tiempo, sentada sobre mi hueso del amor, se moví con devoción. Los dos moviéndonos, al compás del amor al placer. Yo agarrando sus nalgas, la levantaba con cada clavada que le daba. Ella gemía diciendo:
-Que rico es hacerlo volada y llamando a otro guardia, le tomó su herramienta y derechito a su boca, se lo chupaba. Que lujuria, que perversión. Ella podía sentir que podía hacer de nosotros lo que deseara, sólo queríamos dar amor y placer, sólo eso necesitaba.
Luego, al soldado le pidió que se ubicara detrás, diciendo:
-Me encantan los sanguchitos. -- El pelao que se gastaba su buena herramienta, y era muy correcto, ahí donde ella lo pidió se lo metió, en pleno recto. Yo abajo, ella encima, el otro arriba. Los dos pelaos le teníamos nuestras armas del amor hasta el fondo introducidas. Ella susurraba, entre quejidos de placer y excitación gemía:
-Mis guerreros volaos, sigan por favor, soy tuya.
Envueltos en ese placer, en esa perversión, seguíamos enloquecidos de lujuria. Esa perturbadora prueba de amor.
Seguíamos en esa posición, con la vista perdida en la excitación. Ella pidiendo que no acabáramos nunca, por favor, mis guerreros del amor. Los tres entregados en alma y cuerpo, moviéndonos desbocados. Sentí unos espasmos en mi miembro, eyaculando cataratas, ríos, mares de jugo de amor, sintiendo los quejidos del otro guardia, que le decía:
- Guagüita, toma acá va tu papita... -- La rucia al sentir el zumo y la papita de amor, más se movía, tratando de arrancar hasta la última gota de nuestras herramientas del amor. Después, en la boca me besó, al igual que al otro soldado, diciendo:
-Permiso, le toca a los otros guerreros. -- Yo, y el otro guardia, nos hicimos a un lado sentándonos y tomando un trago de licor, viendo a la rucia Mireya comenzando el mismo show, con los otros dos guerreros, repitiendo con más ganas, su infatigable placer.
Con el otro guardia, nos mirábamos casi con la cara desfigurada de erotismo, sorprendidos por haber hecho esas cosas, que nunca antes habría creído posibles.
Volado, caliente, casi al borde de la locura, no quería perder ningún detalle de esa situación. Ella hacía lo que su calentura deseaba. A los pelaos los cambiaba: al de abajo para arriba y viceversa. Eran momentos interminables, paradisíacos. Los guerreros mojados por la acción, con movimientos, casi ridículos, acabaron su misión.
Ella retirándose, mirándome con voz excitante y subiéndose sobre mí, que aún permanecía sentado con el pico parado en el sillón, en el oído mío exclamó:
-Contigo quiero acabar, mi amor. -- El sillón rechinaba, yo la penetraba, besaba, chupaba, recorría su cuerpo, parando en sus nalgas. La levantaba, para dejarla caer suavemente en mi sexo. Ella gozaba y gemía, gemía… gemía. Sigue, sigue, voy a acabar, sigue, sigue, apretaba sus músculos vaginales, con estertores, movimientos pélvicos, más su lengua entera en mi boca, al fondo de mi garganta, la sentí irse de placer, besándonos en forma desenfrenada, pidiendo, por favor, que yo acabara. Por favor, acaba, su voz de excitación no pudo aguantar mi hueso del amor, en esa rica posición acabé dándole todo el zumo de amor. Besándonos, le dije:
-Gracias, mi amor. -- Ella con cara radiante de erotismo, contestó:
-Permiso mi amor, esos guerreros también quieren amor. -- Yo, como celoso y complacido, ví como hacía maravillas con los otros guerreros que aún no estaban vencidos.
Subiendo de igual forma, como lo había hecho antes conmigo, se revolcó con los otros pelaos guerreros calientes. Con todos se portó igual. No hubo ninguna diferencia, todos a su debido tiempo, los hizo con gusto y placer, acabar.
El placer, ahora el deber. Fijándonos en la hora: las 04.30 hrs., volviendo a la otra realidad, comuniqué a los guerreros del amor que el deber nos llamaba, justo cuando el último pelao, su misión acababa. Como avergonzados, nos sentíamos, de haber hecho cosas envueltos por la lujuria. Sentí el corazón helado, presentía todo mi universo, mi vida dichosa y buena enfrentada al mundo tenebroso y desconocido de eso tan esencial como es el sexo.
Al salir de la rucia Mireya, con su inquebrantable actitud, a cada uno lo despidió de besos, agradecida y complacida de nuestro mutuo favor.
Caminábamos en dirección a la cárcel, entre nosotros, un hielo de estupor, avergonzados de nuestras vergüenzas, uno de los patrulleros sacando valor comentó:
-Parecíamos perros, güeön. --Nadie contestó esas palabras escupidas al viento, reflejaban perfectamente nuestra humillación. Sí, yo y todos nos sentíamos humillados por habernos entregado, de esa manera, dando rienda suelta a los placeres desconocidos en las artes de hacer el amor, sin amor. Sólo con el amor al placer del sexo.
Estábamos choqueados con el modo, que por primera vez, todos habíamos conocido esa manera de tener sexo.
Al llegar a la cárcel, el oficial en la puerta esperaba. Cuadrados y al unísono saludamos:
-Sin novedad la patrulla, mi teniente. --El oficial, con su saludo militar, devolvió nuestro saludo y entregó un mensaje indicando que se lo entregáramos al suboficial mayordomo a cargo del rancho.
- A su orden, mi teniente. -- Y también ordenó, que deberíamos esperar en el comedor el relevo.
Dimos media vuelta y chao. Marchamos apurados, entre nosotros, bien distanciados, algo inexplicable había en nosotros. Sentía un sabor bajo y amargo. La brisa húmeda, casi nauseabunda, me hacía sentir, como una escoria, una basura, un volado, mal hippie, sucio repugnante y grosero. Una bestia salvaje dominado por asquerosos instintos. Caminábamos rápido y cabizbajos.
Ingresamos al rancho, se entregó el mensaje, donde nos ofrecieron acomodarnos para el desayuno. Uno de los soldados rancheros mirándonos y sorprendido exclamó:
-¡Chucha, que vienen bajoneados, los güeones! ¿Qué güeá les pasó a la patrulla conejos? -- a lo que respondí:
-Pasó de todo güeón. La güeá más loca de mi cachera vida, güeón. Estuvo rico, pero feo.-- El pelao, como adivinando agregö:
-Apuesto que fueron donde la rucia Mireya, güeón. Ayer los otros patrullas llegaron igualitos que ustedes. Parece que la güeona, los embruja con la zorra, güeón. Ja, ja. -- Quedó la cagá. La mejor respuesta, la mejor salida, reíamos soltando nuestra tensión. Después el mismo ranchero agregó:
- O de repente, los güeones, se enamoran de la caliente culiá, güeón, ja, ja,... El pelao, tiene que cachar y volar, volar y cachar, ja, ja. Viva el servicio militar.
-Cachar y volar. -- Repetíamos esas palabras que grababan como un sello, una de las tantas experiencias de la vida que, como llegan, el lado bueno hay que aceptar. Cachar y volar, nos reconfortaban esas repetidas palabras. Las que eran el himno al eslabón perdido de la cadena de nuestras inocencias. Cachar y volar. Viva el servicio militar.
Después el soldado se retiró y volvió con nuestro desayuno, recomendándonos:
-Antes de ir a dormir, lávense bien la güeá y espolvoréense los cocos con tanax pa´las ladillas y recen pa´no quedar pingaos. Y cachar y volar, chao, ja, ja, ja.
Había cambiado nuestra actitud, demostrando un cambio de ánimo, al haber descubierto lo perverso que habita en cada uno de nosotros, destruyendo lo último, quizás, de ingenuidad, que nos había arrebatado esa frívola mujer.
Guerreros del amor, el descanso del guerrero. Varias y largas pausas, mudos, como borrados, estábamos en el comedor. No teníamos nada que comentar. No había palabras de esa orgía de sexo; esa era historia conocida
entre nosotros.
Rompió ese momento al presentarse nuestro relevo, los que saludaron con todo su ánimo dispuesto al güeveo:
-¡Hola, indio culiao, paren las güeas, chao! -- uno de nuestra patrulla, comentó e invitó a la guardia entrante que fueran donde esa noche él había estado, agregando unos calientes detalles. Los pelaos, como desfigurados, por la cara de calientes, también querían salir derechito adonde les habían dado el menso datito.
De ahí, cada uno de nosotros, enfiló a su dormitorio, güeviando con el guerrero del amor y la canción: “cachar y volar, viva el servicio militar.”
Separándonos en el cuarte hotel, rápido a mi dormitorio, en pelotas a las duchas. Lavándome con exageración, quizás, creyendo que saldría lo que
había nacido en mí. Era como hiel y veneno, mezclado con placer y erotismo. El hueso del amor se sentía super complacido, para nada arrepentido, menos cohibido, como diciendo: mi trabajo no es pensar, mi pega es mear y cachar… total lo pasado, pasado fue, el futuro y el presente parado como pico, lo enfrentaré.
Salí de las duchas a mi dormitorio, ahí estaba el pelao que antes comentara lo sucedido con la rucia Mireya y preguntó:
-¡Hey, Damián! ¡Te ví de patrullero! ¿Fueron donde la mina?
-Sí, güeón, lo pasamos rico, pero muy loca la güeona. Quedé medio agüeonao. Mucha onda, loco.
-Sabís, Damián, me pasó lo mismo, quedé como asustado. Nunca había estado en una partusa, güeón.
Acostado, en silencio, dormitando, luchaba con mis sentimientos. Sentía como que había engañado en lo más profundo de mi ser a mi ex pololita. Que imbécil sensación. Era algo sin razón. Y en el torbellino de dudas, como que veía a la rucia Mireya, en pelotas. La sangre me bullía alborotándome, sintiendo un pequeño placer en mi miembro, y a la vez, me espantaba en el acto, aquel nuevo sentimiento de placer. Y para no atormentarme, me juré nunca más volver a visitar esa erótica fuente de placer. Con esta decisión quedé en paz y zeta.
Volando entre densas nubes negras, desnudo, atravesadas mis manos, por unos garfios unidos por una cadena, las que sangraban, sintiendo ningún dolor. Plácido, envuelto en las sábanas de la lujuria y erotismo, escuchando graznidos de placer, veía a la rucia Mireya convertida en un ave de rapiña monstruosa, llevando entre sus garras las cadenas, donde colgaba yo, como una presa más de su placer.
Aleteando entre la oscuridad, alumbrada por sus instintos, me llevó volando hasta la torre, colgándome en los punteros del reloj, que indicaban la hora fatídica, para dar comienzo al sórdido y desenfrenado amor al placer. La 01.00 hrs., donde colgábamos los cuatro guerreros del amor en cada círculo del tiempo.
Mirándola a ella con su cara de lujuria, veíamos, como volando en círculos alrededor de la torre, ese engendro nos gritaba:
- Pervertidos, ilusos, serviles. – abalanzándose a los genitales, desagarrándolos hasta las entrañas. Bañados, por ríos de sangre, y llevándose en su vuelo, entre sus garras, mi miembro y uno de los eslabones transparentes de la cadena que representaba toda mi inocencia.
- -¡No, no, no! --Desperté, gritando horrorizado. Era una maldita pesadilla, y, por instinto, manoseando mi herramienta del amor, dí gracia a Dios, por haber sido sólo un mal sueño. Casi enseguida, se abrió la puerta de mi dormitorio, apareciendo el cabo de servicio y como asustado preguntó:
- ¿Qué le pasa, soldado? ¿Porqué está gritando como loco? –Yo contesté:
- Tenía una pesadilla, mi cabo.—Este respondió:
- -Bueno, levántate con uniforme y dirígete al muelle. Falta un pelao pa´hacer una pega corta y de ahí te venís a acostar. Así te relajái.
- A su orden, mi cabo. –Como choreado, igual obedecí. Eran cerca de las l5 hrs.. Junto con cuatro pelaos, al muelle mar. Al llegar, encontramos un camión militar, donde un suboficial ordenó cargar unos sacos con mariscos, que estaban sobre un carretón. Y más allá, el jefe, que el día anterior nos regaló erizos, con el carretón. Nos dirigíamos al camión del jefe, lo descargábamos, para cargar el camión militar. En una pausa, para descansar, uno de los pelaos habló:
- ¡Mira, la rucia Mireya! –Miramos, y sí, era ella. Caminaba derechito a nuestra posición, con zuecos, jeans pata de elefante y una polera blanca ajustada. Irradiaba pura pasión. Se veía rica, su cabello suelto, acariciado por la brisa, se veían dorados por los rayos del sol. Con su caminar, hasta los perros se calentaban. Todos los pelaos, la mirábamos embobados, con cara de calientes. Ella pasó indiferente, pero me miró y dijo:
- ¡Hola, guerrero del amor! – Y siguió caminando. Yo quedé mudo de la impresión. Ella de su mano, traía una pequeña niña. Las dos llegaron donde el jefe, saludándolo con besos y demostrándole su fiel amor. La niña, diciendo :
- ¿Papito, me trajiste un regalito? – El jefe abrió la puerta de su camión y unas bolsas a cada una les repartió. Ella preguntó:
- ¿Vuelves a Iquique? –El dijo casi feliz:
- -Esta noche no. Mañana me voy en la madrugada, mi amor, vuelvan a la casa. Más rato voy, mi amor, chao.
Chucha, que descaro, yo había cagado al jefe, que con tan buena onda me había obsequiado esos erizos. Era increíble. Me acordé del dicho: Haz el bien, sin mirar a quien. Pero a mí se me transformó el refrán en: Gorrea bien, sin mirar a quien.
Mientras, el hombre jefe trabajaba, la rica rucia Mireya, con los pelaos, lo cagaba.
Vida de incredulidad, vida real, era la misma vida que debe continuar. A porrazos, tropezones, caídas. La vida debe continuar, por el difícil camino del bien, o por el desequilibrado camino del mal.
Cuando terminamos lo mandado, el suboficial del camión militar,
ordenó retirarnos. En el camino, uno de los pelaos, preguntó si conocía a la rucia Mireya. Yo, como sobrado y orgulloso comenté como la había conocido y los favores que gustaba de hacerle a los pelaos. Estos quedaron locos, pensaban en excusas tontas, para poder irse al tiro pa´llá. Estaban en el umbral de la lujuria, dispuestos a cruzar la barrera de lo más inmaculado, a lo más oscuro. En la guerra y en el amor, todo está permitido, sin pedir perdón.
Sabiendo que estaba en libertad de acción, me acordé de mi fusil perdido y decidido ingresé al hotel cuartel, con la única meta de buscar mi fusil con balas yerba. Registré todas las armas que ví. Nada, parecía que se había esfumado, el güeón. Al ingresar a uno de los dormitorios, donde descansaban los pelaos, les relaté el cuento del fusil extraviado. Ellos comprensivos, verificaron sus respectivas armas, ya para mi desconsuelo, no estaba la cagá. Uno de ellos, en forma irónica, comentó:
-Indio culiao, de repente te lo fumaste en la torre, güeón. Tenían la mensa humadera, güeón. Ja, ja, ja. -- Todos se reían con la talla. Re chuchas, los guasos habían cachado el mote, pero se hicieron los güenos, rezando pa´que no quedara la mensa cagá, como después me contaron, ya que les expliqué el motivo de porqué había salido tanto humo.
Eran terrible buena onda los pelaos milicos, con bototo y todo. Nos cuidábamos y protegíamos de cualquier cagá que hiciéramos. Te gritaban igual las hallullas a todo hocico, pero entre soldados. Nos amábamos y nos queríamos entre guasos culiaos e indios culiaos, sentíamos que otro ejército vivía entre el ejército.
-¡Formar soldados, al rancho, formar, alinear. Vista al frente. Posición de descanso, a discreción! -- Ordenaba el cabo de servicio que en sus manos sostenía un bolsón de lona. Diciendo por último:
-¡Soldados, llegó correpondencia! ¡Pongan atención! El soldado que sea nombrado, viene a retirar su carta y vuelve a su puesto.
-¡A su orden, mi cabo! --Contestamos ansiosos y expectantes.
Justo cuando el cabo iniciaba lo anunciado, se escuchaba venir la columna de presos políticos entonando el himno pa´l güeveo:”Libre como el viento”. En el ambiente, transformado por algo inexplicable, todos nosotros, los soldados, nos pusimos en posición firmes. Los enfrentamos con la mirada; con nuestra actitud, queríamos darles a entender que los respetábamos a todos por igual, compartiendo esa super mala onda, con la esperanza, al igual que ellos, por esa cagá que algún día se tendría que disipar. Pensando en la cordura, cuando los milicos conocieran el significado de las palabras, intolerantes, democracia y libertad.
El cabo, rompió ese momento con su orden:
-¡Soldados! ¡En posición de descanso! ¡A discreción! ¡Atención soldados fulano, merengano, sutano, Demián! -- Que emoción, salí rápido a recibir mi correspondencia, pensando casi seguro que era de mi ex pololita, y preocupado por si ella supiera que la había gorreado. Seré güeón, así era el amor. Chucha, como que aterricé, cuando leí el remitente, era de mi mamá. De la desilusión pasé como un rayo a la ilusión. La abrí al tiro, empezaba diciendo:
Querido hijo. -- Me cubrió todo mi ser de nostalgia, lleno de lágrimas mis ojos, emocionado hasta no sé donde, remecido mis añorables recuerdos, como que reviví. Cuando seguí leyendo, contaba que mis hermanos se encontraban bien y que deseaban tanto tenerme de vuelta en la casa, para escuchar mis leseras y chistes fomes que a todos entretenían.
Yo, a mi familia, los amaba hasta el infinito ida y vuelta. Cuando uno se siente solo y medio cacao, más quiere a su familia. No sé por que, pero así es la vida.
Mi mamá, como siempre, lo repetía, al despedirse recalcaba: Pórtate bien mijito, que nada cuesta.
Y para sorpresa, después de la recomendación y despedida, en un espacio casi al final de la carta, mi mamá pedía, que si era posible averiguar por la situación de mi primo Renato Vargas, por el cual no tenían noticias, ya que mi tía Yolanda, estaba desesperada por su hijo, y había ido a preguntar a varias partes, y le negaban toda información. No sabía si mi primo estaba vivo, muerto o en prisión. Por favor, mijito, trata de contestar lo más rápido posible. Te quiero mucho. Tu mamá.
Concha de mi madre, güeón. Cuando empecé a leer la carta lloriqueaba de emoción y había terminado leyendo más serio que la chucha. Las lágrimas de la emoción, se me resecaron al tiro. Quedé pa´dentro. Jaque infinito mate.
Al leer esa linda e inesperada carta con la ilusión de que era de mi amor, chao, era de mi mamá. Y lo que al último, como favor, pidió que le averiguara, más desconcertada era mi situación. Me reconfortaba saber buenas noticias de mis seres amados, pero que hiciera güeás medias extrañas a mi onda milico, como atornillar al revés. Esa güeá, me asustaba.
Después, se acabó el recreo. El cabo ordenó formar:
-¡Giro a la derecha mar! 1.2.3. – Marchábamos al compás, entre el camino, un soldado formado y marchando delante de mí. En un ademán de desprecio, tiró al viento unos papeles que eran lo que fue alguna vez una carta. Yo, como comprensivo y para animarle, le pregunté:
-¿Guaso culiao, malas noticias? -- Él dio vuelta la cara, dejando ver sus llorosos ojos y como un lamento concluyó:
-Era de mi polola, me cagó.-- Levantando su mano, queriendo disimular sus lágrimas de amor. Yo, también, antes pasé por esa horrible sensación. Era como un puñal que te atraviesa el mismo corazón, hasta el alma se te partía por el dolor.
Nuevamente, y para compartir su dolor, le conté al pelao que también me pasó la misma güeá, y que a varios pelaos le pasó igual, así que vos no soy el primero ni el últimos. Te voy a dar la receta del pelao milico. Cuando salgái del servicio milico, en la vida civil, si algún día la veís, le pegái dos cachas, una patá en la raja y chao pescao. El consejo, me salió con tanta gracia, que hasta los otros pelaos, que formaban y marchaban, se rieron y cachando que el cabo se había alejado, entoné el himno del pelao: cachar y volar, viva el servicio militar; cachar y volar, viva el servicio militar.
Juntos nos sentamos con el pelao, comentando éste, que su pololita, más encima le pedía comprensión y perdón. Yo más picao, le decía:
-Todas dicen lo mismo, perdón y comprensión, mientras se hacen tira con otro güeón. Lo peor es que las lindas te escriben sabiendo que estái más lejos que la chucha de donde viven o están güeviando. La mina mía, me escribió de Arica. La güeona sabía que ni cagando iría a güeviarla a Arica y menos estando encerrado por los milicos. Para ellas, simplemente, es: fuiste güeno, pero cagaste. Chao, pelao culiao. Y tu mina es de Ovalle, cacha, más lejos que la chucha güeón. Ellas saben que en el servicio estái todo cagao, y encima te cagan más. Encerrado, cagao, gorreado. No tienen perdón de Dios. Las mujeres son tan buenas, pero cuando se ponen malas, chucha que son malas. Alguien dijo por ahí:
-A las mujeres, sólo hay que quererlas, porque nadie puede comprenderlas, güeón. – Y seguí hablando:
- No te olvidís nunca de la receta del milico: dos cachas, una patá en la raja y chao pescao. Si es que podís decirle chao, porque de repente, otra vez quedái cagao, güeón. Ja, ja, ja.
Al final, terminamos riéndonos de nuestra situación. La risa, remedio infalible, como alguien escribió por ahí.
Después, cada uno a sus dormitorios. Tirado en mi cama, buscando una respuesta al favor, tan especial, que pedía mamá, creía que si me cachaban dando alguna información que no estuviera acorde con mi situación militar, sabiendo lo cuático que son los milicos, reprochaba la onda militar, pero nunca tan güeón, pá meterme en las patas de los caballos, y para mejor, les conté mi mala onda a los pelaos compañeros del dormitorio, dándoles a entender que la cuestión se veía pelúa y no era un simple güeveo. Los pelaos, escucharon mi problema, pero cuando no encuentra una lógica y prudente solución, no toman nada en serio y uno salió con la media empanada diciendo:
- No hagáis ni tal de contarles, capaz que te cachen los milicos, y te acusan de ultra espionaje y seguro que te fusilan, güeón. Ja, ja, ja.
Otro, siguiendo el güeveo, agregó:
-Dile que esa parte de la carta, como que se borró o como que se olvidó justo leer ahí. – Otro pelao, como que se puso más güeón diciendo:
- Dile a tu mamita, que lo vai a rescatar y que tu tía te espere en un bote a remos en la playa, güeón. Ja, ja, ja.
Al final, ninguna solución. Éramos tan tiernos, pero dentro de todo ese güeveo, encontré la solución: Le diría, al teniente, antes de formar para la retreta, si el oficial autorizaba, y además, le prometería que le mostraría la carta antes de enviarla a Iquique. También se los comenté a los pelaos de mi dormitorio, lo que encontraron como una brillante solución.
Del dicho al hecho. Antes de formar, hablé con el oficial explicando mi problema familiar. Él, sorprendido, contestó:
-¿Usted, no sabía que él se encontraba preso?
-No, mi teniente. Yo soy iquiqueño. Acá hay varias personas que conozco y están presos. –El oficial, como molesto habló:
-¿Hay más soldados de su ciudad?
-Si, mi teniente. Y a todos les pasa lo mismo. –Este dijo como consuelo:
- Que falta de tino por parte de los superiores. No pensamos en ese detalle. Bueno soldado, lo felicito por su actitud. Eso es disciplina militar. Lo autorizo para dar respuesta a sus familiares y dígales, que por lo menos, de salud física, se ve bien, pero emocionalmente, sólo Dios sabrá.
-Gracias, mi teniente. – Me retiré, descansando por haber solucionado ese problemita.
Formados, la retreta, Buenas noches soldados. A sus dormitorios, mar .En mi cama, comenté a los pelaos la buena onda del teniente, que autorizó escribir mi carta. Después, tranquilo, relajado chao, zeta.
Me veía enjaulado, en pelotas, amarrado, apareciendo unos fornidos soldados llevándome a un patio. Aparecen miles de milicos, que me pegaban miles de patadas en el trasero. Un general gritando:
-¡Ese es tu castigo por desobedecer la orden militar! No tenís porque informar ninguna güeá, a ningún familiar. Estái en un juicio militar. Te vamos a fusilar. ¡Al paredón! Estái muerto, fusilado por sapo pelao culiao, y… chucha, desperté re asustado y todo meao. La pesadilla penca, güeón. Más encima meao…. Mirando a todos lados, cachando a todos los pelaos durmiendo, calladito, dí vuelta el colchón, la sábana de arrriba la puse abajo. Lo mojado lo escondí y me tapé.
Con la meá, olvidé la pesadilla. De repente, ¡oh! Me acordé del cargador de mi fusil el balas yerba. Me revolvía la cabeza ese detallito. Había revisado todos los fusiles de los soldados y suboficiales, en el hotel cuartel. Casi caí de la cama, al concluir que seguro, lo tenía algún oficial. Ellos eran tres. Tenían sus dormitorios individuales al otro costado del de nosotros. En ese sector, ningún pelao güeón, ni las pulgas, absolutamente nadie, podía ir a güeviar allá sin autorización. Quedé más que grave, de sólo pensar si me cachaban. Chucha… que mala onda, y zeta, zeta.
Diana, 06.00 hrs., levantarse, ducha, rancho, formar, órdenes. Al relevo de guardia, con los mismos soldados de la patrulla guerreros del amor. Fuimos enviados a Piragua Viejo, hacia el norte y último puesto. Del oficial ordenó subir al jeep, dirigiéndonos al lugar, llegamos a las faldas de un cerro que terminaba en forma de un gran morro hacia el mar, haciendo el terreno una especie de curva, dejando un terreno ancho y plano, donde se veían semi enterrados dos durmientes y a un costado una jauría de zorros, más una gran cantidad de jotes. Al oficial y, a todos nosotros, nos sorprendió ese espectáculo. Este comprendiendo la situación, exclamó:
-¡Animales de mierda, se están comiendo los cadáveres! – Bajando y avanzando, desenfundó su pistola, disparándoles a los animales carroñeros. Al primer estampido, éstos huyeron y volaron como molestos, por ese intruso que les interrumpía su macabro banquete. Al quedar despejado de los animales el terreno que se veía removido y aceitoso, asomó la cruda verdad. Esos durmientes eran el patíbulo, esa tierra removida, eran las tumbas ordinarias de unos chilenos muertos por chilenos.
El oficial se detuvo unos minutos en ese increíble, patético e ignorado lugar. Miró alrededor, quizás, sintiéndose ofendido por la falta de respeto de esos animales con los muertos, pero daba la impresión, que se sentía culpable que se desenterrara esa maldad.
Éste volvió al jeep, ordenando que subiéramos por ese sendero marcado en los continuos relevos de los guardias y agregó que bajaran rápido los del relevo.
-¡A su orden, mi teniente! – Contestamos con un ánimo de complicidad al cachar esa verdad.
Subimos el sendero, con un mar de confusiones, con una tormenta de dolor, tratando de ser normales en lo irremediable.
El pesado camino de acceso, nos alejó de esa mala onda. Al llegar a la cima, encontramos a la guardia en una trinchera, donde había un gran cañón del tiempo de la Guerra del Pacífico de 1879. Con los guardias del relevo fuimos recibidos con unos preciosos garabatos, también ellos comentaron que habíamos llegado al Paraíso.
Ese puesto de guardia se encontraba en la cima y al borde de un acantilado que terminaba en el mismo mar, al costado norte, una pendiente de 45°, donde, desde la altura se veía la desembocadura de un río y volando miles de aves marinas de distintas especies.
Estábamos maravillados de ese precioso espectáculo. La vista no se fatigaba de observar. Era el paraíso, majestuoso, asombroso, sobrecogedor. Esa era la frontera del bien, el Norte de Pisagua Viejo. El Sur de Pisagua Viejo, la frontera del mal. El mismo infierno viviente, nosotros en el límite fronterizo de la paz. Sólo Dios podía haber creado ese inmaculado lugar. Faltaban ojos para apreciar ese espectáculo de la naturaleza: la libertad, la cordura, lo más puro. Que ironía de la vida, los animales nos daban una lección de vida, de unión, de convivencia, de respeto y derecho a convivir en armonía con la tierra.
Esas aves, eran más que hippie: amor, paz y volar. Varias volaron muy cerca de nosotros. Nos observaban complacidas de compartir su paradisíaco lugar y, quizás, diciéndonos: esas armas y ropas de guerra aquí están de más. Este lugar es un santuario, donde reina el amor y la paz.
Las aves, con sus graznidos y aleteos, guiados por su instinto, se fueron internando hacia el mar, dando la impresión que se dirigían a trabajar.
Después, la suave brisa del mar, interrumpía el silencio. La bandada se perdió confundida en el horizonte. Quedamos solitarios en ese precioso lugar. Llegado casi al medio día, el sol achicharrándonos. Hasta el tiempo se había consumido. Casi desvanecidos por el calor, nos acercamos a la orilla del acantilado, donde el aire salino, era igual que un ventilador. Ese lugar nos refrescaba de esa situación, evitando el vértigo, que nos invitaba a lanzarnos al mar.
Que sensación más loca, habiendo un inmenso océano al frente, una gran desembocadura de río, agua por todos lados, pero lo inaccesible del terreno hacía imposible tirarse al agua. Lo único que se deseaba, era echarse una bañadita. Pero nada. Esa posición geográfica era prohibida para los humanos.
Todos venteándonos, sentaditos entre los riscos.¿Qué otro lugar podría ser mejor? Nos sentíamos fresquitos con el vientecito; te invitaba a mirar a reflexionar, a meditar. En ese lugar místico, para mí todo era curioso e interesante casi vital. Lo anterior, simplemente secundario. Gozaba de mi libertad sintiéndome tranquilo y ordenado. No había miseria, no había divisiones miserables, la virilidad de mi alma, sólo necesitaba ver los perdidos colores del mundo. La naturaleza marcaba lo individual y lo futuro, los demás vivían por su voluntad de permanencia. Sentía que la humanidad era algo terminado.
En el atardecer, se veían nubarrones acercándose a la tierra, regresaban las miles de aves a su morada, a descansar de su agotadora jornada. Las rocas, la arena, la tierra, perdieron sus colores, todas las aves descansaban sobre ellas. Aleteaban y, con una actitud de gratitud, levantaban sus cabezas al cielo, emitiendo graznidos de sentirse agradecidas por haber tenido un nuevo día de amor, paz y vida.
El sol, perdido en el horizonte, invitaba a la noche a cuidar esta tierra. La luna llena, mitigaba la oscuridad, acompañada por infinitas estrellas, que mostrando su distancia, no se querían contagiar con la tierra llena de maldad.
El cielo puro, transparente, intangible, acompañado del sonido del mar, de las olas al ir y venir. La brisa recorría lo más íntimo del alma, renovándola de esperanza y optimismo por el incierto futuro.
Todo ese conjunto de paz y amor, sintiéndonos sobrecogidos y apabullados, no nos daban ganas ni de pitiar. No quisimos fumar ni un solo pitito, estábamos volados lúcidos, era increíble, en la cima de la cordura, también por miedo, en una de esas, volado, capaz que algún güeón se hubiera ido guarda abajo del acantilado.
¡Qué mundo! ¡Qué vida! Parecía, que por los actos de nosotros los humanos, no pertenecíamos a él.
Toda la noche, permanecimos como algo extraordinario, despiertos toda la guardia. Ni güeas hablábamos, hipnotizados por ese panorama, creyendo escuchar a Dios que nos recalcaba: la vida vale más, sólo el amor y la paz, de dicha tu camino por la vida y la paz te llevará. Ama hasta morir, ama tu tierra hasta morir, esfuérzate por el bien hasta morir. Si la amas, déjala partir, déjala ir. Si ese amor en el momento más difícil de tu vida sólo te despreció, acéptalo porque nunca te amó.
Llegó el amanecer, tras de él, relevo de guardia, anunciando sus buenos días con improperios. Extrañados por vernos tan apaciguados, le relatamos lo lindo que nos habíamos portado y que, en el Paraíso, los dejábamos.
Llegamos abajo, el jeep con el oficial nos esperaba. Los saludos de reglamento y chao. Cachando que el patíbulo, nuevamente lo habían ordenado. Seguro que los pelaos habían trabajado en eso.
De ahí pasamos al rancho, comentamos el lindo lugar. Todos opinaban lo mismo. Era sobrecogedor, lo mejor de Piragua. Allí había pura paz y amor.
De ahí a dormir. Como a las 17.00 hrs. nos despertaron. Formados para ir al rancho. En el comedor nuevamente se hicieron comentarios del hermoso y paradisíaco lugar, todavía seguíamos maravillados. Sólo reaccioné con la realidad, cuando escuchamos el himno del güeveo que cantaban los presos políticos, camino a la cárcel a descansar.
A las 21 hrs. retreta y a dormir. En el dormitorio comenté, a los pelaos, donde había estado. Ninguno de ellos aún conocía ese lugar, pero con lo que conté quedaron impresionados y con la esperanza de poderlo conocer.
Una vez terminado mi relato, todos acostados, yo totalmente relajado, envuelto en una nube de paz y amor, mi alma tranquilamente con mi cuerpo, al mundo de los sueños viajó.
Amanecer, Diana, d06.00 hrs. Levantarse, formar, rápido al rancho. Después a las 8.00 hrs., formar, iniciación de actividades. Órdenes al relevo de guardia. Fui enviado a la cárcel, mi primer turno, en la puerta de entrada hacia las celdas, donde de cerca podía observar como ordenaban a los presos políticos formar, para dirigirse a trabajar. Seguro que a las barracas. Después de un par de horas, mi relevo y a descansar. Nuevamente después del descanso, a formar, donde fui enviado al relevo de la puerta principal.
Ubicado en mi puesto, después de unos lindos saludos con el pelao saliente, permanecí en mi lugar, aún rodeado del aura producida en la parte de Pisagua Viejo. Lo que me trajo a la realidad, fue ver como ingresaban al pueblo, dos camiones más un jeep, y en uno de ellos, traían como carga, presos políticos. Estos vehículos se estacionaron frente a la cárcel. Oficiales y suboficiales rápido bajaron, ordenando a viva voz, que descendieran los presos. Los ordenaron, contaron y después hicieron entrega de éstos a los oficiales a cargo del campamento de prisioneros políticos de Pisagua.
De inmediato, abandonaron Pisagua los vehículos militares, mientras los tres oficiales ordenaron a los presos recién llegados, sacarse toda la ropa, menos los pantalones, inclusive los zapatos y calcetines, dejando sus pilchas sobre sus bolsos con los que llegaron. Después ordenaron dirigirse a una cancha de football, que estaba al frente de la cárcel, al trote mar, siguiendo el rectángulo formado por las líneas de la cancha y amenazándolos:
-¡En ese lugar terminarán su curso de guerrilleros extremistas, güeones! -El sol del medio día, quemaba. Los primeros trotes a pié pelado, demostraban que los presos, se quemaban. Los tres oficiales, armados con un palo amarrado en su extremo un grueso cable, como látigo, lo usaban. Los presos trotando en una sola fila. Eran veinte. A cada uno, latigazos, insultos, patadas, combos. Ninguno se salvaba. Varias vueltas dieron alrededor de la cancha, en cada pasada, los oficiales, casi trastornados o frustrados, como ofendidos en lo más puro de su ser, descargaban su furia loca, su éxtasis de la muerte, su alma de militar, mostrando su agresividad al límite de lo irracional. Con que ganas agredían a los de la Unidad Popular.
Entre la polvareda, agresiones y más trote. Unos caían por su condición física. Ilusos creyeron que no les pegarían más. Que inocentes, a puras patadas y latigazos, solitos se volvían a parar. Varios presos, fatigados, caían. Los tres oficiales, con expresiones de odio, se abalanzaban corriendo hacia el pobre desgraciado caído y a golpes e insultos, lo animaban a seguir trotando o si no, repetía el curso.
Los oficiales les gritaban a los presos:
-¡Llegaron a la escuela de guerrilleros, nosotros somos los instructores, comunistas culiaos, vende patrias culiaos. Su revolución cagó y se acabó!
Los militares chilenos derrocaron al gobierno de la Unidad Popular, por sus acciones de violencia armada, realizadas por sectores de la ultra izquierda marxista y leninista.
Los militares en el poder, por la ultra derecha económica, se veían contagiados o realizados en sus acciones de violencia.
Los militares odiaban a los de la Unidad Popular. Ese odio a muerte, nadie en el mundo, en el universo, en no sé donde chucha, se podría mitigar. Quizás, con varios muertos, la cordura disiparía el odio ciego, que alimentaba a los militares. Su locura de guerra, creyendo que aplicando muertes, torturas, violencia, su verdad inquebrantable, todos debían respetar.
Seguían trotando los presos, humillados hasta el polvo, denigrados, violentados, torturados. Así los militares les daban la bienvenida. Con ese recibimiento, los presos de Pisagua, jamás se olvidarían, seguro que los iba a acompañar por el resto de sus vidas, o si la suerte no los acompaña, en Pisagua, los militares los harían desparecer para siempre.
Una pausa del trote infernal, al suelo a todos les ordenaron dejarse tirar, mientras los oficiales, creyendo que esos cuerpos eran una alfombra de despojos humanos, los pisoteaban una y otra vez. Los milicos con sus bototos, felices, como que marchaban sobre esos infelices.
Nuevamente, ponerse de pié. Los dirigieron hacia una pequeña loma, subían por una fácil pendiente, la que terminaba casi recta, con una altura de más o menos 5 ó 6 metros con un declive de rocas y más tierra. La primera vez, todos muy bien hacia abajo saltaron y los hacían devolver por donde habían comenzado. De a poco, veía que algunos, simplemente, envueltos en la polvareda y porrazos abajo, simplemente caían igual que sacos de papas, bajo las amenazas del oficial, volvían a continuar. A duras penas subían, daba pena ver como de nuevo caían.
Yo no sabía bajo qué cargos a esos presos los traían, pero estaba casi seguro, que sólo eran por sus ideales políticos que alguien les enseñó, para mejorar su condición de vida, pero los milicos le demostraban que, en Pisagua, sus ideales políticos empeoraban sus condiciones de vida.
Terminada esa sangrienta lección a punta y codo, de uno en uno, arrastrándose con los codos, enfilaron hacia la cárcel. Hasta los oficiales se veían fatigados de dar castigo, estaban cansados. Uno de los oficiales se adelantó e ingresó a la sala de guardia, como para relajarse de ese martirio, los sonidos del piano hizo escuchar. El güeón, a los presos violentados, los homenajeaba con la única güeá que sabía y en el piano tocaba:”Tocata y Fuga” de Johann Sebastián Bach. El edificio de la cárcel, con su acústica, lo agraciaba. Se oía hermosa la melodía, pero a la vez, se veía horrible la audiencia, que torturada, obligada, golpeada, ensangrentada, arrastrándose, con sus caras de espanto, pensaban que oían música selecta o eran alucinaciones auditivas que emitían los ángeles del demonio, custodios del infierno de la cárcel de Pisagüa.
De guardia en la puerta principal, mi alma, mi corazón, mi razón, también fueron golpeados sin razón. La tortura en lo más hondo agrietó mi corazón. La maldad, la crueldad, la violencia extrema, el límite de la vida y la muerte, la sentía ahí, viva, presente, elocuente. Mi maldad aparecía, al verme agredido al filo casi de la muerte. Conocía ese sabor, el éxtasis de la muerte. Si enfrentaba a un guerrero armado, reaccionaba trastornado, casi sintiendo el mismo placer del enemigo: darnos muerte y el que vivía, sentía su placer cumplido, sin remordimientos, sin culpas, sin rencor.¡Era la guerra!... ahí descubrí ese sabor.
Esos enemigos, esos guerreros, esos hombres, esos presos, esos desarmados, estaban seguros que ni un petardo les habían encontrado. Había órdenes militares que al civil que se sorprendiera portando un arma de fuego, en el mismo lugar se le ejecutara.
Mi actitud de guardia en la puerta principal me avergonzaba, mientras ellos se arrastraban, humillados. Sentía en mí, una roca en la garganta. Se veía, se presentía, los milicos parecían poseídos del demonio. Los presos con sus miradas perdidas por el dolor, perdida su mente por encontrar una explicación, acataban esa sentencia al mal castigo, mostrando sus rostros invadidos por el temor.
Concluyó la melodía selecta, hasta que el último auditor ingresó a la cárcel. El oficial pianista terminó su concierto, sin sentirse en lo más mínimo ofendido por no haber recibido un mísero aplauso. Él comprendía que su público, ocupaba sus manos en tratar de limpiarse sus heridas ensangrentadas, cubiertas de polvo.
El satánico oficial, ingresó a una celda con los recién llegados, y se molestó porque uno de los presos, fatigado y torturado, en el suelo se tiró. Éste loco de ira, a patadas ordenaba que ahí nadie descansaba, feliz al preso lo pateaba, pero un milagro, un descuido, un castigo divino, algo fortuito hizo que al oficial se le desprendiera su pistola de la cartuchera. El arma al caer al suelo, se disparó. La bala le atravesó su pierna y salió...todo el muslo derecho del oficial, perforado. El mismo preso que había recién pateado, recogió el arma, y en sus manos, se la entregó.
El oficial, sin perder su actitud, ni se amilanó, como indiferente, de la celda salió. Los dos oficiales, incrédulos y, para no contarlo, a su lado se acercaron. El oficial, como queriendo decir algo, de hocico se fue al suelo. Se desmayó. Quedó la cagá, pobrecito el oficial, como algo tan horrible le pudo pasar, como la vida a este pobre hombre tan mal le ha de pagar.
Rápido los tres oficiales, más unos pelaos asustados, a la enfermería se lo llevaron.
Así terminó el show de bienvenida a los que ahora descansaban en prisión.
Increíble, pero cierto, la más pura verdad, esa insignificante bala, terminó con esa maldad, con esa tortura, con esa brutal locura. Sería Dios, que de todos se apiadó, o sería el diablo que de ver tanta maldad, se asustó.
Pensé que la razón en ese acto se materializó. Pensé que la razón se apoderó de la maldad irracional. Que los hombres en su locura agresiva, no son capaces de razonar.
Milicos culiaos, malos, milicos trastornados, esos milicos de la cabeza estaban cagados. Yo, en el puesto de guardia, parado, sintiéndome como las güeas, sólo la razón diciéndome y repitiéndome:
Acá estái obligad, pelao culiao, estái cumpliendo tu servicio militar obligatorio, por el bien de tu país, por tu bandera chilena y tu escudo nacional, que dice clarito: por la razón o la fuerza. O el lema de nuestro glorioso y victorioso ejército de Chile: Vencer o morir.
Vencer las malas ondas que daban los milicos, vencer la cagá que leía y admitía todos los días, vencer todas mis ganas que tenía de parar las güeas de Pisagüa y de los milicos culiaos. Vencer las ganas que tenía de fumarme un pito pa´sacar esa mala onda o morir esperando mi libertad. Morir sin amor y paz, morir de a poco, morir de pena, morir como hippie frustrado, morir sin ver a mi ex pololita, para darle la receta del milico, morir sintiéndome torturado, morir como güeón, morir sin razón.
El sol, culiao, de frente me daba en ese puesto de guardia, la sombra no me acompañaba. El cabo culiao, que debía hacer los relevos, se había motivado, andaba por la cárcel mostrándose, y como diciendo, yo también soy re malo presos culiaos. Con la media cagá, el festival de combos y patadas, ya se había que rato acabado. No había relevo, comida ni descanso. Todos los pelaos, seguíamos en los mismos puestos parados. Hasta pensé que justo, cuando yo estaba ahí, llegaron los presos y por culpa de ellos y de los milicos culiaos, todo ese montón de güeones, me tenían harto, chato, lleno, cabriao. El hambre, la calor, la fatiga, me tenían trastornado.
Al fin el relevo, el pelao que a mi puesto llegó, sin el más mínimo ánimo de güeviar, como un correcto soldado se presentó. Sólo cruzamos nuestras miradas, con los ojos llenos de pena, con la expresión de haber presenciado ese momento aterrador. Ninguna palabra mitigaba nuestra misión en Pisagua.
En el descanso, por fin, almorcé. El aroma de la cazuela y después los porotos, de bajativo un jarrón de té. Como si nada. La vida continuaba. Guatita llena, corazón contento. Primera vez, que encontré la razón a esas palabras tan populares. Mientras comíamos, una nube de sensaciones extrañas envolvía a todos nosotros, que en la sala de guardia descansábamos. Ni nos mirábamos, no hablábamos, no güeviábamos, enajenados, molestos, taciturnos, utilizados o resignados. Lo más claro que sentía es que me sentía transformado.
No sé porqué, comparé mi situación militar actual, con la actitud que sentía los primeros meses como pelao milico. Los primeros días de conscripto, no lo quería creer, de a poco como que me gustó el entrenamiento físico y conocimiento de las armas, me encantó. Aprendí a amar a mi patria y bandera, eso no se aprende en la escuela, como que no te llega. En el ejército, te nace el patriotismo, el orgullo te hace poner los pelos de punta cuando izan tu bandera. Todas esas emociones, no las conocía, en el ejército las conocí. Cuando desfilé como militar en la ceremonia del 21 de Mayo a los héroes de Iquique, todos los pelaos, marchábamos sintiéndonos orgullosos, felices, y en la marcha, mirando de reojo a las lolas que se ubicaban casi al lado de la columna de soldados, ellas nos miraban curiosas y provocadoras, como queriendo pinchar, sabiendo que nosotros, los pelaos, desfilábamos contentos y esos deslices podían esperar.
Creía que lo mejor de mi vida estaba comenzando. El servicio militar, mi cuerpo y mi alma los había cambiado para bien. Me sentía más viril, más hombre, más entero, más decidido, casi feliz. Después que mi ex pololita me había pegado la patá en la raja, al principio sufrí, pero al otro día de recibir esa mala noticia, salí de franco. En el camino a mi casa, una amiguita encontré. Por la cara que ella puso cuando me vió, puras flores me tiró. Esa misma noche nos juntamos y todo, todito enterito, me probó. Todas las veces que de franco salía, no había mina que no se resistía; en serio, serían los porotos, porque se había desarrollado todo mi cuerpo, en especial mis partes privadas y mi trasero. Yo no sabía que a las mujeres, les atrae el trasero gordito, durito, paradito. Todas las minas lo repetían, ellas decían que si uno tiene el trasero paradito, es porque tiene su presa rica. ¡Que sorpresa! Y fue bien recibida, me encantaba ser milico, pelao milico antes del golpe militar lo había pasado super rico. Después del golpe militar, parece que los milicos, nos estaban pasando la cuenta. Todo se había transformado, todo había cambiado, desde el presidente, hasta el último indigente.
Al final concluí que antes le había sacado provecho al servicio milico y lo había pasado super rico, y como ahora, la situación de raíz cambió, me sentía como usado, mal tratado, viviendo momentos tristes, bajoneado sin poder güeviar. Sí, así lo sentía. Lo descubrí en el fondo de mí, estaba super picado con los milicos culiaos.
Riéndome, como burlándome de mi condición de pica, más me reía, era una risa loca, la locura mitigaba mi pica, ja, ja, ja. Ejército de Chile, disciplina militar, vida de militar. Era un hombre maduro, en el ejército encontraba la seca y la meca de la vida. Ellos te daban unos pequeños barnices de lo que será el resto de tu futura vida.
Un pelao de la guardia, dirigiéndose a mi persona habló:
- Indio culiao, te dá risa esta cagá, güeón. A mí no, guaso culiao. Me rio de picao y no tengo ningún pito. Quiero volar y volar, y volar, volar, volar chao. Voy a cagar. Toda esa mala onda me produjo cagadera.- Parándome para salir a cagar, el mismo pelao dice:
- -Espera, toma, vuela y sé feliz, indio cagón.-
- Gracias, mi comandante, a su orden me lo fumaré, chao guasito culiaito. – Al salir, en la misma puerta, casi choqué con el oficial. Él, de inmediato, ordenó:
- Usted, soldado, sígame.
- A su orden mi teniente. – Caminamos por unos pasillos al interior de la cárcel, llegando a una sala que decía: enfermería. Ingresamos, donde encontramos al oficial autobaleado. Tenía la cara de güeón, como que se hacía el güeón, casi poniendo cara de perdón. Ahí, ordenaron que yo ahora, era enfermero de guardia. Cualquier güeá que se le antojara o pidiera, el oficial desgraciado, concertista en piano, debería salir más que corriendo a buscar al suboficial enfermero.
- A su orden, mi teniente. –El enfermo, por sus síntomas, daba la impresión que yo, para él, no existía. Mejor, así no tendría que entretener al güeón. Yo, con harta actitud de indiferente. Casi, de inmediato, entró el enfermero suboficial, tratando con cariño y cuidado al oficial. Le pidió, por favor, tráguese estas pastillitas, con esto se va a calmar, porque le harán dormir y el dolor se le vá a pasar, mi teniente. Faltó poco que le dijera pobrecito mijito, usted que es tan buenito. El suboficial enfermero, no podía ser más chupa medias… --Dándose vuelta, él mismo güeón, me ordenó:
- Soldado, cualquier cosa, me avisa.
- ¡Sí, mi suboficial. A su orden! --Le contesté, como preocupado. Claro, que estaba preocupado. Preocupado de que parece que no le dolía la pata, al infeliz.
Cerca de las 24 hrs., seguía solo en la sala de enfermería. El enfermo seguía echado tranquilito durmiendo. Ni la pata le dolía, al culiao, mientras, yo leí un libro que había sacado de un velador, era de un autor ruso Alexander Solyenidtzen, el título del libro “Pabellón de cancerosos”. Este relataba las preciosuras y lindos recuerdos de unos sobrevivientes presos en la Liberia drusa, bajo el gobierno del inmaculado y revolucionario Lenin. Puras desgracias, pero algunas güeás, me entretenían. En todo ese ajetreo, en la cárcel se escuchaba todo en calma. Lo ideal pa´volar, en la misma sala, otra puerta interior había, por ahí salí, un pasillo y al fondo un patio de luz. Saqué el pito, entres tiempos, chao. Al tiro por donde llegué, me devolví. Llegué a la misma sala, como si no hubiera abandonado al desgraciado. La habitación en penumbras se alumbraba por el reflejo de la luz del pasillo, que por un gran ventanal apenas llegaba. En la sala había un antigüo y cómodo sillón. Sentado a mis anchas, todo mi cuerpo descansaba y volaba, volaba, volaba. Ni pensar podía era todo volada, cuando entre mi volá, escuché unos gemidos del oficial autobaleado, diciendo con voz casi imperceptible:
- Mamita, mamita, me duele la pierna, mamita. – Yo reaccioné asustado. Estando bien cerca, le toqué la frente, la tenía afiebrada y mojada y escuchando la misma güeá.
- Mamita, mamita, me duele la pierna. – La voz que emitía, era un lamento. – El güeón, difareaba. Ni cachó, cuando lo toqué. Al tiro, me relajé, sintiéndome contento. Al fin terminó mi preocupación, estaba totalmente preocupado que la pierna no le dolía hacía tanto rato. Al fin le dolía, que rico, que te duela harto, perro culiao. Yo pensaba tímidamente y repetía con alevosía que te duela, perro culiao, que rico. Le voy a avisar al enfermero pa´l día del níspero, güeón. Esa güeá pensaba de puro volao. Y el infeliz, parece que mis embrujos recibía. Parecía hechizado de dolor, porque seguía:
- Mamita, mi pierna, mamita. –No sé como las ganas de güeviarlo me apareció y con una voz más que volado le dije:
- Cállate, en el infierno, solo vivirás. Tu maldad te acompañará. Escucha, discípulo del demonio, eres lo mejor de lo peor, engendro del mal, del infierno infinito gozarás, ja, ja, ja.
- Volado tenía la completa seguridad de que algo había puesto esas palabras en mi boca, parece que estaba poseído, como que me creía el diablo o una güeá parecida. Al güeón, le hablé con un tono de voz convincente, porque de ahí no güevió más. Volado, sentía miedo, empecé a mirar para todos lados, y chucha, estaba más asustado que el güeón. Parece que le puse mucho, o sería la volá. La güeá, era en serio, estaba cagado de miedo. Para mi tranquilidad sentí varios pasos acercándose a la sala. Ingresó el oficial y el suboficial enfermero, los que se sorprendieron al verme al lado del desgraciado, y preguntaron que pasaba. Yo, totalmente recuperado y más tranquilo, poniendo cara de güeón, contesté:
- Mi teniente, ¿Sabe? Que movía la cabeza y tiene fiebre y está re mojao. –El suboficial, le palmoteó la cara y a la vez encendió una luz, que alumbró la habitación. El enfermo abrió los medios ojos, y sin que nadie le preguntar nada habló:
- Dame algo para el dolor, güeón, pareció que escuché hasta al diablo del dolor que siento. Me duele mucho la pierna. – Yo no pude aguantar la risa. El oficial y el enfermero también se contagiaron de risa, pero yo sabía, porque me reía. Ja, ja, ja. El oficial, dirigiéndose al desgraciado, le dijo:
- Estái cagao. Casi te llevó la pelá, güeón. Eso te pasó por güeón. Ja,ja. –Al final hasta el desgraciado de su desgracia se reía. Agregó:
- -Casi me pega la bala en el pico, güeón. Ahí sí que me opero, güeón. Sería tenienta, mijita, a su orden, ja, ja, ja.
Los milicos locos. Así herido como estaba, se transformó, como que no le importaba ninguna güeá. Ese accidente que podría haber sido fatal, para él era una simple cicatriz o medalla de guerra. Tenían, simplemente, temple de acero, en la adversidad, sabían enfrentar con agresividad la vida, y no como yo, a veces parecía güeón, o sería mi güeá hippienta.
El oficial con su buen humor, ordenó:
- Oye, Damián, anda al rancho, vuelve en una hora. Soy la enfermera de turno. – Y, a la vez, le comentó al desgraciado, este pelao es leal. Cuando llegamos, estaba al lado tuyo, parece que te iba a poner una inyección de carne, güeón. Ja,ja.
- -A su orden, mi teniente. – Y salí, escuchando las risas de mis superiores.
En la sala de guardia, los soldados curiosos por mi ausencia, querían saber mi onda, a lo que relaté donde estaba y la broma macabra que le jugué al desgraciado. Todos me celebraron mi linda bromita. De ahí, volví a la enfermería.
- Permiso, mi teniente.—El oficial indicó las mismas órdenes.
- -Si pasa algo anormal, debe avisarme. –Mientras, el suboficial enfermero nuevamente le daba unas pastillas al desgraciado. Los dos se despidieron, recomendando al oficial, que si escucha de nuevo al diablo, que lo mandara a la concha de su madre.
- Chao, Buenas noches, felices sueños. – Dijo mirándolo y agregó:
- Pon el sillón al lado de la cabecera, así duermen juntitos, güeón.
- A su orden. – Contesté, casi agradecido. Los dos solos en la habitación, el oficial emitiendo unos bostezos, pedí autorización para continuar con mi lectura. Este al cachar lo que yo reiniciaba con el libro, comentó:
- Ese libro cuenta la historia sangrienta que sufrieron los que no estaban de acuerdo con el régimen de izquierda en la U.R.S.S.(Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas). En ese país, pasó lo que acá evitó las fuerzas armadas, los partidos de izquierda, que gobiernan, son unas dictaduras, los partidos de derecha allá murieron. En Chile, iba a pasar lo mismo. La izquierda armada pretendía derrocar a las fuerzas armadas de Chile, se hubiera producido una guerra civil. Chilenos, contra chilenos, igual que los países de Centroamérica, como El Salvador, Nicaragua.¿Usted, soldado, cuando era civil, sabía de esos países en guerra civil?
-Sí, mi teniente. Mi papá, que es de la Democracia Cristiana, además todo los días en mi casa se compraba el diario, él nos comentaba que con el gobierno de izquierda la Unidad Popular, el que proclamaba la lucha armada, creía que íbamos derechito a una guerra civil, pero yo como que no pescaba mucho esa onda. Nunca pesqué la onda política, fui picado a hippie y rockero, amor y paz y volar y volar, ja, ja, ja.-- Terminé riendo, como disculpando mi onda, casi sana. – El oficial continuó:
-Por un lado, estuvo bien, otros lolos te cuento, se identificaron con todo el movimiento revolucionario. Mi primo, se creía el che Guevara, fue hasta Cuba a hacer unos cursos de guerrilla, después hace como dos años, supimos que había muerto, como un gran combatiente en Nicaragua. El tenía 19 años, en ese entonces, cuando supo su familia. Todavía no se pueden resignar. La política extrema, como todos los excesos, te destruyen, te enceguecen, hasta la muerte – Después de una pausa, acompañada con el silencio, me hicieron comprender la real situación o, quizás, justificar algunas acciones de los milicos. Una onda de cordura y arrepentimiento, embargó mi criterio. Hablé al oficial, diciendo:
- Sabe, mi teniente, tengo que confesarle algo que le hice, mientras usted dormía.: se quejaba de dolor y llamaba a su mamá, pero tengo que decirle la verdad, se lo voy a decir. En realidad, me dá vergüenza, pero, ¿sabe por qué lo hice? Me sentía super mal por lo que ví cuando ustedes le pegaron a los presos. No sé, me sentí super mal, igual que los otros pelaos. No sé que chucha me pasa, pero me atengo a las consecuencias, cuando usted se quejaba, yo imité la voz del diablo y le decía que estaba en el infierno, y esas güeás, que usted escuchó, y creyó, pero al rato, me sentí sugestionado, estaba con mucho miedo, creí que el diablo estaba ahí de verdad. Estaba aterrorizado, por suerte, llegó mi teniente y el suboficial, y usted les contó como que había escuchado al diablo. --Y no pude seguir hablando, el oficial desgraciado se puso a reir con bastantes ganas. Se reía y se quejaba:
-Mi pata, güeón, ja, ja, ja. ¿En serio, pelao güeón? Ja, ja, ja. Contagiado y libre de mi culpa, reímos de la mentira que él contó como una verdad.
-Engendro del mal, me dijiste, güeón. Ja, ja, ja. ¡Ay, mi pata, güeón! Me duele ja, ja. Vos, soy el hippie del infierno, güeón. Ja, ja, ja. Hippie satánico, güeón, ja, ja, ja. Vos, llegaste al paraíso, no de las flores, de los presos, hippie satánico, güeón. Ja, ja. Nos reíamos. El oficial sentía de corazón mi humilde aclaración.
Más calmados de nuestras risas, el oficial, medio serio habló:
- En la vida, si actúas con honor, con valor y apegado a la ley, vivirás en paz. Encontrarás la paz y el amor, como bien dicen los hippies. Si actúas con engaños, los mismos engaños te confundirán. Si eres leal, sólo de leales te rodearás. Si tienes un buen ideal, Dios te ayudará. La verdad se siente, la verdad no se sabe, se siente. Nuestra mejor y única almohada para dormir bien es nuestra propia conciencia. Eso te hizo decirme la verdad. No te felicito ni te reprocho, sólo reconozco y acepto muy bien tu actitud, y lo mejor es que hacía rato que no me reía con tantas ganas..., pero te voy a aclarar nuestra posición acá en Pisagua: A todos los presos, tenemos el deber y la obligación de hacerles sentir que nosotros, los militares, no le tememos para nada. Ese trato que les aplicamos, es disciplina y autoridad, para que ninguno tenga dudas, de nuestra posición y actitud de la política que ahora rige en este país. Y no tengas la menor duda, si ellos se amotinan y nos capturan, nos harán lo mismo o peor. Somos nosotros o ellos. Este gobierno de la Unidad Popular, se acabó, pero los simpatizantes y sus ideales no morirán nunca. Esa es la realidad. Es fuerte, agresiva, es como la guerra. Ellos querían una guerra y ahora nosotros estamos ganando la guerra que ellos estaban preparando. ¿Te queda claro, hippie satánico? Ja, ja, ja. -- Terminó riéndose, para demostrar la convicción de sus palabras y la plena seguridad de sus actos.
- También como que se me olvidaba esa parte, mi teniente.-- Engendro de Satanás. Ja, ja, ja. --Él también aceptó mi talla y agregó:
- Bueno, mañana es otro día y las pastillas me dieron sueño. Te autorizo a dormir, pero no me güevís, chao. Buenas noches, hippie rockero.
- Buenas noches, mi teniente.
Concluída esa conversación, más que sincera de nuestra realidad, los dos en silencio, reflexionando nuestras diferencias, chao,... zeta.
-¡Hey, hippie satánico! ¡Despierta, hippie satánico! -- Escuchaba y cuando pude abrir los ojos lagañientos ví y escuché al oficial.
-¿Qué pasa, mi teniente?
-Levántate, son las 06.00 hrs. de la mañana, anda al baño y lávate. Después lleva todo mi uniforme a mi dormitorio del cuarto. Toma la llave y tráeme ropa limpia, uniforme, útiles de aseo, ropa interior y mi fusil. Pero antes pasa al rancho y toma desayuno. A las 07.00 hrs. te quiero ver entrar por esa puerta.
-A su orden, mi teniente.
Rápido salí, cumpliendo las órdenes. En el camino, sentía la brisa marina, que junto con el amanecer, formaban ese misterioso ambiente del irremediable momento de la situación caótica que militares y presos manteníamos, sin poder saber, como encontrar el camino que a todos nos hicera feliz, y dudando del amor dividido: El gobierno de la Unidad Popular, pensaba que amaba a su pueblo, y los militares también pensaban que amaban a su pueblo.
Los dos a su manera amaban a su pueblo. Ese amor extremo, se convirtió en odio. En odio a muerte, lo que confundió al amor, dividiendo a nuestro país. Ellos no conocieron el amor incondicional. Amaron en forma fatal, sin cachar que su amor hasta la muerte, rodearía de infelicidad a los que no entendían ese amor fatal.
Entendía perfectamente la posición de los milicos, más lo que había explicado el oficial, no comprendía la política de izquierda que, según él, era agresiva hasta matar. Pero eso nació de todos los abusos de los empresarios adinerados con la clase obrera. La explotación del hombre por el hombre. La clase obrera, cansada, desesperada, sus derechos reclamaba, sabiendo que arriesgaban su vida, sus ideales básicos. Quizás, por los momios de ultra derecha, se sintieron ofendidos, porque el pueblo se cansó de esperar, entrando en el consuelo de la revolución. Total, con su grito de guerra: ¡Venceremoos, venceremos, la Unidad Popular al poder, venceremos! Con todo amor entonaban orgullosos y convencidos, sin aceptar que su pasión, a todos nos había dividido.
Los militares, por su vocación y formación, con su grito de guerra: ¡Vencer o morir! Que es su emblema de lucha, su orgullo, su pasión, su amor, enfrentaron en pie de guerra esa división.
Al final, sabía que los dos, pero bien separados, lejos el uno del otro, tenían razón. Pero lo más terrible, era mi situación, igual, la razón de ninguno de los dos, mitigaba mi razón. Estaba viviendo toda esa cagá, no era ni chicha ni limoná. Para mí, al final, era una güeá, era la realidad que vivía dia a dia, sin saber como iba a terminar. Enfermo de esa situación, sintiéndome castigado, torturado, no realizado, usado, obligado, lo mejor sería desertar, arrancar, virar. Chao culiao, pais reculiao. Era un puro atao, pensaba irme por el mar... nadando, pero no tenía traje de baño. Mejor me voy caminando por el desierto, ¡chucha! No tengo quitasol, al final, pensaba puras güeás. Resignado, y casi llegando al hotel cuartel, mi secreto afloró...¡Chucha! Capaz que ahí esté mi cargador, mi fusil, mi balas yerba. Al tiro me animé, casi corrí, llegué al cuarto, con la llave abrí la puerta, el dormitorio estaba pa´la cagá, todo desordenado. Sí, ahí estaba el fusil, solito, tranquilito. Lo miré, lo revisé. No era mi fusil. Cagué otra vez, chao. Saqué lo ordenado y de vuelta, me junté con los del rancho que iban a la cárcel y juntos, puras güeás conversamos. Uno dijo que los presos, recién llegados, eran de la oficina Victoria, cerca de Iquique. Esas oficinas salitreras, eran la cuna de los comunistas, como mi taita decía y los entendía.
Cuando llegué donde el oficial, éste estaba acompañado por el suboficial enfermero, el que limpiaba y curaba su herida. La bala había penetrado por la parte interna más arriba de la rodilla y recorrió su muslo, saliendo casi veinte centímetros más arriba hacia la parte exterior. Con tanta suerte, que no le destruyó ninguna articulación o músculo vital, porque casi milagrosamente, una vez limpiada y curada su herida, el oficial, con un poco de dolor, se paró, se movió y, como si nada, caminó. Increíble, andaba, caminaba. Quizás, le dolía, pero su entereza de militar, su orgullo no lo habían derrotado, al contrario, se veía más motivado. ¡Chucha! El oficial cabrón. A mí si me salía una espinilla, casi salía corriendo a una camilla, pa´quedarme por lo menos un mes en la enfermería. Esa era la diferencia entre milicos y pelaos. Bueno, justificaba mi onda pensando: A los milicos esa onda les gusta, a los pelaos, esa onda les tiene que gustar, obligados, y por eso salíamos con tantos ataos.
El oficial salió del baño, se puso todo limpio y ordenado, caminando como disimulando su cojera, ordenó:
-¡Vamos, soldado!
Llegamos a la sala de guardia de la cárcel, el otro oficial cuando lo vió, casi se desmayó y riéndose comentó:
-El diablo te sanó, güeón. --Éste, con ironía contestó:
-Acá al lado mio, esta el diablo. ¿Te acordái que dije como parecía haber escuchado al diablo? Resulta que este pelao, arrepentido, me contó que él güevió mientras yo estaba cagao. El güeón, me dijo engendro del mal, que estaba en el infierno y un montón de güeás, y yo, ja, ja, ja.--Los dos oficiales se reían. El oficial de guardia, paró su risa y, casi en serio, preguntó:
-¿Es verdad que te hizo esa güeá? Y después te contó la verdad.
-Sí, dijo que después le dió susto, .. El otro oficial, en buena onda, agregó:
- Por lo menos contigo, fue leal. Bien soldado, retírese. Muy buena su talla. Vaya a descansar.
- Gracias, mi teniente.
De nuevo volví al hotel cuartel, sintiéndome tranquilo y ordenado, más por mi maldad que había aclarado. Los oficiales tenían una manera bien diferente de tratar con los pelaos, sería por su formación, su educación, pero los suboficiales eran más reservados y cortantes. Siempre guardaban distancia prudente con los pelaos. Los oficiales jamás te aplicaban castigos físicos, pero los suboficiales primero pegaban patás, combos, charchazos y después preguntaban. Así funcionaba, y claro que resultaba, porque nosotros, los pelaos, éramos unsa sarta de güeones flojos, corríos, echaos y desordenados.
Al doblar, en la esquina de la cárcel, estaba la columna de presos que se dirigían a trabajar. Justo con empezar a marchar, la orden de entonar el himno del güeveo : Con compás, mar “Libre como el viento que...”. En perfecto orden y marcando el paso, cantaban y avanzaban escoltados por suboficiales y soldados. Caminaba más atrás de ellos, marcando el mismo paso militar, sintiendo el olor que emanaban al avanzar. Como una nube transparente todos mis sentidos envolvía. Sin poder evitar, sentía toda la miseria, toda la libertad perdida en esos hombres. En nuestras vidas, militares y presos, la libertad no se nos permitía. Nadie se podría sentir indiferente de esa realidad. Yo no era ni chicha ni limoná, sólo sabía que todos los güeones, que por las circunstancias, permanecíamos en Pisagua, estábamos cagaos, maldecidos, oprimidos, torturados, casi completamente cagaos... La única palabra de valor, era la resignaciòn, con todo, todo, todo el dolor que sentíamos al saber que nuestras diferencias prohibían convivir con tolerancia, respeto y amor.
Lloré, lloré, lloré. Marchaba sólo porque la orden militar lo obligaba, sentía que mi cuerpo estaba cansado, amotinado. Llorando, llorando y caminando detrás de los presos, resignado a la mala onda, deprimido y angustiado. El llanto humedecía mi alma con dolor, brotando con más ganas y valor mi resignación. ¡Chucha que estaba cagao! Como que me volaba, cuando me sentía cagao. ¡Vida culiá! ¡Que difícil era vivir en paz!.
Antes de llegar al cuartel hotel, no continué marchando detrás de los presos. Parado, descansando solo, limpié mis lágrimas, respiré profundo el aire salino y junto con botar la respiraciòn una risa de loco me nació:
-¡Ja, ja estoy cagao, pelao. Ja, ja, ja, estái cagao, ja, ja. Pelao llorón, ja, ja, parecís maricón , ja, ja, ja!
Con este humor, el que me arrebató la dicha de mi corazón, casi perdido, casi ido, casi volado, riéndome descontrolado, sentí que estaba todo solucionado, casi trastornado.
Rápido y con buen humor, llegué al hotel cuartel, presentándome al cabo de servicio y después a dormir. Pero antes una buena ducha, limpiecito, fuí a acostarme, luchando por no pensar ninguna cosa buena o mala, casi en blanco,... zeta.
Diana a las 06.00 hrs. Lo rutinario y nuevamente fuí enviado a cumplir guardia a la cárcel, pero con la diferencia que tres pelaos y yo, seríamos escolta de no sé quién chucha. Igual fuimos a la cárcel. Alrededor de las 09.05 hrs., llegó a Pisagua, derechito a la cárcel un auto particular, del cual bajaron cinco personas, incluído el chofer. Todos con ropa de civil. Se presentaron con el oficial a cargo del campamento de prisioneros de Pisagua. Todos juntos se encerraron en unas salas de la cárcel. Al rato, el oficial, a nosotros, nos llamó y ordenó que estábamos a la orden de esas personajes y ahora acompáñelos. Uno de los civiles, nos ordenó con el mismo tono de voz de los milicos, diciendo y ordenando:
-¡Síganos, soldados! --A los cinco güeones los seguimos. Ellos ingresaron a una casa deshabitada, dejándonos afuera y ordenando que ahí esperáramos nuevas órdenes. Al rato, uno de ellos, salió y ordenó:
- ¡Dígale a su oficial, que necesitamos seis pares de calcetines y bueno el sabe! -- Yo, el más patudo, contesté:
-A su orden. -- Y salí corriendo y medio cachúo.
El oficial, apenas le hablé, en un saco tení listo todo lo solicitado. Por lo que cacho había unas cuerdas, alambres, martillo, serrucho, alicates.
Llegué a la casa donde estaban estos civiles, golpeé, pasé el saco y el güeón, no dió ni las gracias, dándome a entender que yo estaba dispuesto para su güeveo.
Después, sentimos que en la casa, aserruchaban martillaban, clavaban, como parece que construían un mueble o algo parecido. Con los pelaos, güeviando, comentamos:
-Parece que estos güeones, están construyendo una discoteca o una casa de putas, güeón. -- Otro pelao, más güeón dijo:
-No, güeón. Están haciendo una cama pa´la rucia Mireya, güeón ja, ja, ja. --Quedó la cagá. Todos los que ahí estábamos, ya se los había servido la rucia Mireya, por lo que se comentó. Y casi al terminar nuestro güeveo, salió uno de los güeones de civil y pasando un papel donde había escrito un nombre ordenó que se lo entregáramos al oficial de guardia y que nosotros trajéramos al preso y mucho cuidado, soldados, si el güeón se arranca, ni lo piensen, lo dan de baja sin voz de mando. ¿Está claro?
- Sí, a su orden. -- Salimos casi mudos, como asustados. Que onda más terrorífica, güeón, comentamos. Llegando donde el oficial, rápido tomó el mensaje. Se dirigió, junto con nosotros, a la puerta de las celdas y ordenó a viva voz:
-¡Pongan atención! Al preso que sea nombrado, baja enseguida y se presenta.
-Fulano y Sutano -- Apareció un hombre joven y corpulento.El oficial ordenando:
-Vayan con este preso.
-A su orden, mi teniente. -- Dos soldados adelante, dos atrás, en el medio caminaba el preso. Antes de salir de la puerta principal, el oficial ordenó:
-¡Guardias, carguen armas! -- Y sobre la marcha, pasamos bala, listos y dispuestos a disparar a matar. La media onda, super grave. El preso, con su actitud, no le entraba ni una aguja.
Al cruzar la puerta principal, saliendo de la cárcel de prisioneros políticos de Pisagua, el preso político con toda confianza, saludó:
-¡Hola, Demián! Donde nos venimos a encontrar, güeón.
- ¡Hola Andrés Carlos, que mala onda!.
-Sí, Demián. ¡Mala onda! A los pocos días del golpe militar, fui detenido en Iquique. Oye güeón, ¿ahora soy milico o estái haciendo el servicio militar?
- Ni cagando soy milico, soy hippie disfrazado de milico, güeón. Estoy haciendo el servicio militar. Te cuento que pa´l golpe militar, desde Iquique nos llevaron a Santiago, estuve cuarenta y cinco días, después regresamos a Iquique, ahí estuve cinco dias y nos trajeron a güeviar a Pisagua. En Santiago, ni te cuento las cagás que hicimos, fue super mala onda, güeón.
Andrés Carlos, fue presidente del centro de alumnos de la escuela industrial de Iquique, los años 1971-1972. Con él, varias veces, habíamos fumado marihuana viendo la puesta de sol. Era lo único que aceptaba de mi onda hippie, porque no comprendía mi lema de amor por la paz y la revolución de las flores. Para él su lema era: “El pueblo unido, jamás será vencido”. Y creía en la revolución del pueblo por su incondicional tendencia política de izquierda, y lo reafirmaba al sentir con orgullo, que su abuelo materno fue víctima de la masacre de la escuela Santa María de Iquique en 1901, cuando defendía los derechos de la clase obrera, pero aceptaba mi onda hippie, al igual que yo aceptaba su postura política, sin dejar de ser felices y pacíficos amigos volados.
- ¡Demián! ¿Pa´donde vamos, güeón? Hippie Demián, ¿ Y la onda voladora murió?
-¡Tengo órdenes de llevarte a una casa. Dejarte ahí, esperarte y luego regresar a guardarte, güeón! De repente hay una fiesta sorpresa, vos sabís como son estos milicos. Se espera cualquier güeá loca, y con respecto a la onda voladora, sigo peor, güeón.
Al preso Andrés Carlos, caminando, custodiado por nosotros, cuatro soldados, lo llevábamos sin saber para qué, pero intuía que no era para nada agradable. En ese momento cumplíamos órdenes, y nuestro servicio militar obligatorio.
Una vez en la casa, toqué la puerta. Abrió un civil con cara y aspecto de milico. Con voz autoritaria ordenó:
- ¡Que pase el preso! Ustedes, esperen afuera, cuando salga lo regresan derechito a la cárcel.
- A su orden, mi superior. --Contesté, no sabía su grado, pero el güeón repelía hasta olor a milico.
Parados a un costado de la puerta, bajo la sombra, esperando lo inesperado. Al poco rato, desde el interior de la casa, escuchábamos gritos, hablaban, vociferaban, rugían, bramaban a la vez que interrogaban. Se transformó en una discusión a grito pelado, más aún acompañadas de palmadas, golpes, quejidos, llantos, gritos, golpes, alaridos de dolor y llantos. Una pausa, golpes, más golpes, pero no escuchábamos ningún lamento tras los golpes. Mirándonos, reaccionamos, quizás, por alguna orden anaudible, rápido cruzamos alejándonos de la mala onda, pero a la vista del objetivo, cumpliendo nuestra orden. Ahora tenía apellido esa casa. Era la casa de las torturas.
Cobijados a la sombra, sin querer escuchar nada mortificante. Ese clima recorrió toda la gama de sensaciones humanas, acentuados en la pena, el dolor y la resignación.
-¡Hey. Demián! Tengo un pito, güeón.
-Guena onda. Préndelo, güeón. Volémonos pa´soportar esta mala onda.
Prendió el pito, fumó, le puso ruedas. Los otros dos soldados no fumaban marihuana. Lo recibí, aspiré una larga bocanada, exhalé y ví asombrado cuando se abría la puerta de esa casa y desde ahí, se asomaba el mismo güeón que nos recibió, pero ahora con un balde y ordenaba a gritos que llenáramos el balde con arena húmeda de la playa. Dejó el balde en el suelo, se perdió tras cerrar la puerta. No cacho nada, pero con el susto, ni me volé, no alcancé ni pegar ni un par de aleteos. Quedé pa´dentro.
Los otros soldados, se adelantaron. Uno tomó el balde, mientras yo apagaba el pito. Lo guardé en una caja de fósforos, me uní al grupo, dirigiéndolos a la playa.
-¿Viste, indio culiao, que son volaos? Si el güeón te cacha fumando, nos abría acusado a todos de marihuaneros. No sé que chucha, le encuentran a esa güeá. ¿Cómo no toman copete? Me dió sed güeón.
-¿Sabís, guaso culiao? Los marihuaneros somos hippies, a vos te gusta el copete. Acá estái cagao, cada uno en su onda, pero tenís razón, casi la cago. Este güeón picó la guia. Vos sabís que este guaso es volao, güeno pal´copete, quiere puro gozar. No puede ver a ningún güeón lúcido.
Al llegar a la playa, que se encuentra a cinco cuadras de nuestra posición, rápido llenamos el balde y reclamando por no querer nadie cargarlo, decidimos trasladarlo de a dos, pero de manera alternada. Cada veinte pasos, cambio, lo que se transformó en bromas y pillerías, distrayendo y cambiando nuestro ánimo.
Cumplida esa orden, volvimos adonde antes fumaba yerba, pero ahora sin fumar. En este lugar, nos sentíamos cubiertos por una sábana mortuoria, acompañados de oscuros pensamientos y mala onda.
Viviendo esa realidad, tratando de asimilar, sin querer imaginar lo que estaba viviendo mi amigo Andrés Carlos, sin poder hacer absolutamente nada, sin poder evitar lo inevitable.
El sol hacía brillar el pueblo de Pisagua. Las sombras de la maldad oscurecían el pueblo de Pisagua.
Los cuatro soldados de pié, unidos por el deber militar, pero lejos, bien lejos, cada uno del otro, absortos en sus pensamientos, mudos estáticos, añorando recuerdos de sueños perdidos.
Los cuatro soldados, sabíamos que la disciplina militar prohibe dudar, analizar o negar, sólo se debe obedecer órdenes, cumplir órdenes hasta rendir la vida si fuese necesario, cuando jurando a la bandera sellamos nuestra lealtad, no se podía nada más hacer.
Los soldados, para los militares, somos sus subditos, que tenemos que venerar y temer a la vez y, ahora, usan a los soldados para compartir sus injusticias.
Era un día en que el sol relucía sus destellos, era un dia en que relucía la violencia, era un día en que relucía la agresividad de bestia salvaje que habita en los hombres.
-¡Soldados, vengan! -- Escuchamos y vimos al güeón de siempre, que daba órdenes desde la puerta de la casa de las torturas.
- Corriendo, llegamos adonde el güeón. --Nos encontramos de frente con Andrés Carlos. Tomado de los brazos, lo ayudaban entre dos civiles a salir de esa casa. No podía creerlo. Al verlo, quedé loco, turbado, choqueado, rápido lo tomé de un brazo, lo mismo hizo otro soldado. Entre dos soldados, lo llevábamos. Apenas caminaba, daba un paso y se quejaba. Lo dejaron hecho mierda, lo golpearon hasta debajo de la lengua. Los milicos habían llegado al límite de la agresividad.
-Andrés Carlos, güeón. ¡Cómo te dejaron, güeón! Los culiaos, malos. ¿Cómo chucha, porqué, dónde chucha está el Dios, nuestro Dios? ¡Alguien que pare esta locura, güeón!.
Su cara, todo su rostro desfigurado a golpes, su estómago morado y molido a golpes. Se quejaba, emitía unos lamentos, que jamás había escuchado. Sólo el hecho de quejarse, le provocaba agudos dolores. Casi en vilo, lo alejamos de la casa de las torturas.
-¡Espera un poco, Demián! Por favor, no doy más, güeón. --Apenas podía hablar. Pobrecito, mi amigo, mi compañero de escuela. Sentí unas lágrimas en mis ojos, ví a los otros soldados con sus rostros impactados, sus miradas húmedas, solidarizando con el dolor. Nada, no había nada que podría mitigar esa maldad.
-¡Vamos, Andrés Carlos, camina güeón!, camina como hombre. No quiero llorar de pena. No siento pena por tí, siento rabia, camina güeón o me voy a volver loco. No quiero verte en estas condiciones. Canta güeón, ja, ja, ja. Yo estaba eufórico, trastornado, y lo animé a cantar “El pueblo unido jamás será vencido, canta güeón ja, ja. Espera. Afírmalo vos, guaso -- Busqué en mi bolsillo, la caja con el pito. Lo encendí, luego lo puse en la boca de mi amigo Andrés Carlos y casi suplicando le pedí:
-Fuma, güeón, es un pito. La marihuana te calmará, fuma güeón. Ahora vos soy un preso hippie, fuma güeón.
Andrés Carlos, aspiró el humo, él sabía que la marihuana depura los sentidos y transforma la ira en compasión, contuvo el humo hasta que lo exhaló acompañado de escupitajos de sangre. Dirigió su mirada desorbitada haci mí y balbuceó agradecido:
-Soy loco, güeón.
-¡Ahora canta, güeón, volado y machucado. Tenís que cantar, güeón.
-El pueblo unido, jamás será vencido. -- Apenas podía cantar, se reía y se quejaba. Cantaba seguido por mí: El pueblo unido, jamás será vencido. Con su cabeza desplomada, como un títere, con un esfuerzo sobrehumano, levantó su mirada hacia mí, con sus ojitos llorosos, con su alma, casi insconciente de dolor, demostraba que sus ideales políticos, eran más fuerte que su dolor y cantaba animado por mi comprensión, haciéndole ver que era lo único que podría mitigar su dolor: El pueblo unido, jamás será vencido. Yo, lloraba, quería llorar, desgarrar mi llanto, llorar a moco tendido, luchaba con esa sensación. Mi vista opacada por lágrimas, cantaba casi un susurro, casi un murmullo, al unísono: El pueblo unido, jamás será vencido, ja, ja, ja. Nuestro canto seguido por risas, murmurábamos y reíamos, enloquecidos, perturbados de esa realidad.
Un soldado comentó:
- ¡Soy loco, Demián! Pero igual me siento como las güeas. ¡Qué maldad, güeón!
Al llegar a la puerta principal de la cárcel de prisioneros políticos de Pisagua, sin detenernos, sin mirar a Andrés Carlos, ordené:
- Tenís que entrar solo, te vamos a soltar, güeón. No tenís quee dar pena, entra como hombre que soy, demuéstrales que sólo te sacaron la chucha, eso y nada más. Debes sentir orgullo de tus heridas, nosotros les mostraremos a los presos, que somos unos soldados mandados, que nos usan para compartir sus injusticias. ¿Escuchaste, güeón? Camina.
-Sí, Demián. Sí, güeón loco. -- Andrés Carlos, escondió su dolor en lo más hondo de su corazón. Apretó sus dientes, caminó casi erguido, bamboleando, arrastrando sus pies como un sombie, dirigió sus pasos a cruzar la puerta y en el pasillo, con su mirada hacia la reja principal de las celdad, avanzó sin demostrar dolor, ni pena, orgulloso de su herencia pampina, donde quizás, su abuelo lo estaría viendo, y a la vez animándolo, sintiendo que su nieto luchaba por los mismo ideales que él quería para su pueblo, por la clase obrera, por los trabajadores explotados y la desigualdad social. Y por esta lucha, fue masacrado por la injusticia militar.
Andrés Carlos en un destello de lucidez, caminó rápido y seguro, seguido por nosotros, que al mismo paso, con nuestro fusil cruzado al pecho, lo hacíamos sentir como un héroe. Le rendimos honores, solidarizando con los presos, ya que nosotros, los soldados, también estábamos pa´l güeveo del régimen militar.
El oficial de guardia, al vernos y ver el aspecto que traía el preso, un gesto mínimo de impacto acusó, pero su vocación militar, su fortaleza militar prevaleció y simplemente ordenó:
-¡Abra la celda, soldado!
-A su orden, mi teniente.
Al ingresar Andrés Carlos, los presos que lo veían, quedaron petrificados, mudos. Unos reaccionaron y fueron a ayudarlo, él con un gesto inolvidable, los rechazó levantando su mano, enarboló el signo de la paz, volvió su cabeza hacia atrás, buscando con su mirada a su amigo Demián. Al enfrentar nuestras miradas, le devolví su saludo, lo mismo, con la mano izquierda, donde tenía tomado el cañón de mi fusil hacia arriba, sin soltar mi arma, formé el signo de la paz. Luego, se volteó, se dirigió a las letrinas de la cárcel, donde se perdió entre el tumulto de presos que lo seguían. El oficial rompió ese momento y con voz irónica preguntó:
-¡Soldado Demián! ¿Usted conoce al preso?
-Sí, mi teniente. Es un amigo de la escuela.
-Soldado Demián, usted era hippie marihuanero. -- Terminó con una risa burlona.
-Sí, mi teniente, hippie y volado. Ahora soy soldado obligado por...
- ¡Ya, calle Demián! --Ordenó en un tono de voz demostrando que entendía mi posición, pero el deber militar era lo principal. Ingresó al patio de la cárcel, leyó un papel y a viva voz nombraba a un preso. Desde un calabozo, casi de ultratumba se escuchó la voz del hombre aludido.
El oficial se dirigió a una celda, abrió la puerta y salió un hombre enceguecido por la luz del día, porque su celad estaba en total oscuridad.
El oficial ordenó al preso:
-Acompañe a esos soldados. --Y se dirigió a nosotros, agregando:
-Soldadados, ahora a cumplir su orden.
-Sí, mi teniente. -- Contestamos al unísono, indicando al preso que caminara entremedio de nosotros.
Nuevamente nos dirigíamos a las casa de las torturas con otro preso, con otra víctima. El preso caminaba algo perturbado, nervioso, asustado, intuía algo malo y tímido sacó el habla preguntando:
-¡Señor soldado! Disculpe, ¿Puedo preguntar adónde voy?
Al escuchar su pregunta, miré a los otros soldados, todos sabíamos esa respuesta, pero alguno de nosotros podría decir la verdad. Seguimos caminando. Nadie contestó. La respuesta está flotando en el aire, ¿Podría explicar lo inexplicable? Nadie podría disfrazar la verdad con una simple mentira.
Cuando estaba al alcance de nuestra vista la casa de las torturas, caminábamos sin mirar al preso y le hablé:
- Te voy a responde tu pregunta. Te voy a decir la verdad adonde nosotros te vamos a dejar obedeciendo órdenes, porque nosotros cumplimos nuestro servicio militar obligatorio, porque si de mi dependiera esta güeá, me iría pa´la casa con vos y estos soldados, pero estamos cagaos, igual que vos. Por eso te voy a decir: En ese lugar te van a sacar la chucha, te van a interrogar y a torturar. El preso, aminoró su paso, casi se detuvo, sorprendido, asustado.
-Camina rápido. Es una orden. Camina igual que los soldados. No tengái miedo, el hombre no debe mostrar miedo a ningún hombre. Sólo debe respetar al hombre. Los güeones que te van a torturar, con eso demuestran su miedo, enfréntalos sin miedo, como hombre, güeón. Vamos, ¿escuchaste?, cuando los güeones te estén pegando piensa en algo rico o hace teatro. Desmáyate, grita, a los milicos les encanta esa güeá. Déjalos que sean felices con tu dolor. Creen que la violencia es su única verdad.
Al llegar a la puerta, dimos golpes. Se abrió y saliò el mismo güeón, ingresó al preso. Cerrada la puerta, nosotros, nos dirijimos a la misma sombra porque el sol del verano, apenas salía y nos quemaba. En silencio, como presintiendo lo inevitable, salían de la casa unos groseros insultos acompañados de golpes, que seguro al preso le daban. Quejidos de dolor se escuchaban, pero como que se los aguataba. Cachando y sintiendo esa mala onda, con una señal, los cuatro nos retiramos a una distancia prudente. Sin hablar, sin comentar, sin dudar, cumpliendo con nuestro servicio militar obligatorio, que dia a dia lo sentíamos como un golpe trastornador militar obligatorio.
Después de casi una hora, se abrió la puerta de la casa, donde apareció uno de los civiles ordenando y entregando un nuevo mensaje. Nos entregaron al que habíamos traído. Que mala onda, pobre gallo, era un giñapo, un estropajo. Entre dos, lo afirmamos colocando sus brazos sobre nuestros hombros. Estaba como muerto, pero vivía, era un cadaver, pero vivía, era un despojo, pero vivía, era un enemigo, pero vivía. Era de la Unidad Popular, pero vivía. No sé porque chucha vivía, para qué vivía. Desde las tetillas de su pecho, hasta más abajo de su ombligo, un círculo morado, negro. Quizás cuántos golpes le dieron, casi lo mataron, pero vivía. Los torturados sorprendidos, quizás, por nuestra cara de miedo y pavor, casi compadeciendo al torturado ordenaron agresivos:
-¡Vamos, soldados, cumplan su misión! El enemigo no tiene valor, nosotros somos la razón.
Haciéndonos de valor, indiferentes a nuestroos infantiles sentimientos, caminamos abrazados, llevando en vilo al preso, que vivía pero estaba casi todo su cuerpo y alma más que muerto. En el trayecto, paramos para tomar un descanso. El casi muerto torturado, sacó un lamento, quizás buscando un consuelo, diciendo:
-Mamita no me dejes. Mamita, no quiero morir. --Yo cuando sentí, como que su dolor se mitigó, le hablé sin demostrarle compasión, como admirando su valor, diciendo:
- Venceremos, venceremos. Estoy machucado, pero venceremos. --El torturado y los pelaos, reímos por la situación. El torturado, como que resucitó y dijo:
-No quiero saber na´de la Unidad Popular. -- A lo que le contesté:
- Vos soy muy pesao, curao, güeón. Le querían pegar a esos güeones, por eso te sacaron la chucha, ja, ja, ja. -- Así como estaba, machucado, el recién torturado con la risa, todo le dolía, pero con nuestro güeveo espantamos el dolor del que sentíamos todos. Nosotros en nuestra alma y el torturado en su cuerpo y alma.
-¡Hey! Soldados, ¡Hey! Escoltas. ¡Caminen! ¿Qué hacen allá parados? --Era el oficial, que dando órdenes, quería saber porqué estábamos como indiferentes a lo que se nos había ordenado.
Rápido caminamos. Al torturado, su actitud y fortaleza, lo reanimó, pidiendo: Por favor, déjeme caminar solo, ya sé donde voy.
Ingresamos a la cárcel, a una celda. Los presos que no salían a trabajar, los tenían bien fondeados y escondidos. Ninguno de los presos de los pisos de arriba podía saber en las condiciones que llegaba, cuando y adonde salía.
Mientras dejamos en una celda del primer piso al recién torturado, completamente aislado y solo, escuchamos al oficial nombrar otro preso, y junto con nosotros, salir escoltado en dirección a la casa que daba en forma personal, a cada preso político, su respectivo golpe militar. Torturándolos, para que de alguna manera comprendan que mejor que la Unidad Popular, ganaban por lejos los del régimen militar, y en la manera que se lo planteaban, Pisagua, en su cuerpo quedara grabada.
Cuando caminábamos con el otro preso, ese clima de tensión, casi torturante, me sacó a relucir mi linda canción y la entoné:”Venceremos, venceremos, torturando vamos a vencer, venceremos”, ja, ja.--Los otros pelaos de mi güeá de canción, celebraban. El preso, como haciéndose el ofendido y resignado, con una mirada humilde, como que necesitaba ver una explicación. Yo, con toda mi franqueza y casi dándole valor le mostré la verdad:
-¿Te cuento? Allá adonde te llevamos, te van a sacar la chucha, te van a pegar hasta en tu sombra, pero cuando te esté pegando, piensa en algo rico, piensa que tu mina está contigo. En serio, prepárate, es mejor, trata de aislar el dolor.
El preso y los pelaos, con risa y cara de loco, espantábamos esa locura. Esa misión que no te llenaba de orgullo, no te llenaba de honor, no te llenaba de vida, no te justificaba tu razón de vivir, sólo alimentaba más tu dolor, sólo agrietaba aún más la herida de tu corazón, sólo trastornaba tus razones, tu criterio, tu cagá miserable de vida, haciéndonos sentir como ángeles del demonio, cuando escoltábamos y llevábamos al mismo infierno a esos presos a enfrentarse con el demonio que los castigaba y torturaba por haberse revolucionado contra este inesperado vuelco en el gobierno.
Dejamos al preso en la casa tortura. Al rato escuchamos que le aplicaban la misma receta, porque “quizás los torturadores eran médicos, y creyendo que los presos estaban enfermos, que todos tenían la misma peste, con ese tratamiento intensivo aplicado a todos por igual, seguro estaban los milicos que con su medicina, se tendrían que curar los de la Unidad Popular”.
Uno de los pelaos, me increpó diciendo:
-Vos, Demián, estái loco, pa´que le dijiste la verdad, güeón.--Yo contesté:
-Es lo mejor, quizás el preso creía que lo invitaron a un asado, y que lo esperaba una mina rica, creyendo que a lo mejor se le tiraría. No sé, güeón. Si llorar, si güeviar. No sé que güeá pensar, que actitud tomar. Mejor que llorar, güeviar, ja,ja.
-Es verdad, Demián. Pa´la cagá que estamos sirviendo, no le encuentro gusto a nada. -- Y el pelao se puso a lloriquear. Todos teníamos cara de pena y de güeones, nos sentíamos torturados sin ser golpeados.
Todo el día estuvimos en esa desagradable misión, llevando presos con cara de asustados, preocupados. Volvían torturados de cuerpo y alma. Ninguno se resistió o amotinó, cuando eran llevados, escoltados, menos lo hicieron cuando venían devuelta y daba la impresión de que se arrepentían de haber creído en la Unidad Popular, creyendo que al pueblo unido jamás la tortura los vencería.
Eran las 18.30 hrs. Antes de regresar con el último torturado a la cárcel, el civil ordenó:
-Después que entreguen al enemigo en la cárcel, vuelven con escobas, agua y detergentes, para que limpien la casa. Una vez terminado el aseo, se retiran a descansar y mañana se presentan a las 08.00 hrs. en la cárcel.
-A su orden. --Contestamos y tomamos en brazos al recién torturado. Igual que los otros, salió de esa casa de tortura, muerto en vida. Parecía que no tenía esqueleto, parecía deshuesado, hasta la sombra de su alma le habían torturado, pero vivía. Los dejaban en la frontera de la vida y la muerte, en el límite de la vida, con un olorcito a muerte.
Como a todos los presos torturados, en el mismo sitio, nos deteníamos a descansar y yo les entonaba mi canción: “venceremos, venceremos, estoy machucado pero venceremos, venceremos”. --Esa canción era una inyección de güeviar y alejar el dolor. Casi todos, o todos se rieron y mitigaron su dolor, sintiendo lo horrible, lo increíble, como una trastornante rutina, conviviendo con el horror, la vida seguía sintiéndonos ignorados por el mundo. Quizás, por saber que en Pisagua, nada bueno pasaba.
Entregado y encerrado, el casi muerto en vida, al oficial solicitamos los útiles de aseo volviendo sin ganas de hacer aseo, pero, como el güeón matón lo había ordenado, de puro miedo, sin reclamar, a la casa llegamos. Al entrar, la pestilencia y malos olores, casi nos hizo desistir, pero al revisar los detalles de la habitación, cachamos que era el palacio de la tortura. En un rincón de la habitación, en una esquina arriba, había cruzado un fierro con cuerdas y alambres, indicaba claro que ahí los colgaban. El suelo estaba lleno de excrementos, vómitos, sangre. Sobre una mesa unos calcetines plomos de milico, rellenos con arena, dando la forma de cachiporras artesanales. Si esa pieza hablara, confirmaría nuestras sospechas. Quizás esa casa la habitó una humilde familia. Quizás, el que la construyó, la fabricó con mucho amor. Quizás, nunca supo que la infamia, la violencia, la tortura, fue lo últimoo que alojó.
Limpiando esas porquerías, que eran resultados de los despojos de la vida, señales físicos que expulsaron de dolor, dejaron felices a los que torturaban los ideales intangibles, hechizados por su razón.
Terminada esa tarea, fuimos donde el oficial, informando lo que acabábamos de terminar. El oficial conforme con nuestra tarea, autorizó retirarnos y que al otro dia, seguiría nuestra misión.
Los cuatro a descansar, caminando en dirección a nuestro cuartel hotel. En el trayecto, no sé porqué, salió el tema de la guerra de Viet-Nam, a lo que comenté:
-¿Te imaginái, güeón, que en vez de estar en Pisagua estuviéramos en la guerra de Viet-Nam? Me cago, güeón. Esos pelaos, si que están cagaos, pobres gringos, los han hecho cagar. Mandan soldados que están cumpliendo el servicio militar; acá en Pisagua estamos en el Paraíso, güeón. Este es un infierno Paraíso, milico, milico, el que no mea no tiene pico ja,ja.
Uno de los guardias, extrañado, comentó:
- Oye, Demián. ¿Cuál es el motivo de la guerra de Viet-Nam?
-Por lo mismo, güeón, por los comunistas. Los rusos apoyan a los vietnamitas de izquierda y los gringos a los de la derecha. Los dos se odian a muerte, cuando se les acabaron las palabras, se quieren convencer con el idioma de las armas, sembrando la muerte y terror, creyendo que así encontrarán la solución. Igualito que en este pais. En las palabras no apareció la solución y afloró la violencia, para demostrar que su verdad valía más que cualquier vida. “Para qué vivimos separados, si la tierra nos quiere juntar” -- Terminé cantando ese himno de Los Jaivas, que los otros guardias también entonaban y pensando en cambiar la letra diciendo:” Para qué vivimos tan odiados, si el amor nos quiere juntar”. -- ¿Para qué, para qué, para qué, para qué chucha vivir, para qué chucha morir, para qué existir, para qué el sol nos alumbra, para qué el bien y el mal, para qué tu alma se apena, para qué estoy en Pisagua, para qué convivo con la vida y con la muerte, para qué vivo estos momentos horribles, para qué se graban en mi mente, para qué tienen que ser inolvidables, para qué hasta mi muerte me atormenten, para qué conocer la anti vida?, la vida del lado oscuro, negro de vida, vida opacado por la luz de la muerte.
Pensaba que estaba en una guerra equivocada. Hubiera preferido mil veces estar en Viet-Nam, con la idea fija en matar o morir. Estaría cagao de miedo, pero con una idea fija. No debería estar en Pisagua, atormentado por el oprimido y el opresor, sin encontrar en ninguno de los dos su razón. Estos horribles episodios de violencia, hacían agonizar mi vida guiada por la paz y el amor.
Al llegar, entramos casi sonrientes a nuestro cuartel hotel, presentándonos al cabo de servicio. Como cachó que estábamos desocupados, a los cuatro nos ordenó que lo siguiéramos. Cumpliendo su orden, detrás de él caminábamos, tratando de no inflarlo, porque el güeón, era el rey de los milicos pesaos. Todos juntos llegamos al rancho, ordenó agarrar unas ollas, una bolsa con pan y de ahí rápido, nuevamente, lo seguimos, llegando hasta la puerta principal del teatro de Pisagua. El cabo sacó unas llaves y ordenó que ningún güeón entrara con todas las cagás de ollas y pan. Detrás de la puerta se perdió, yo estaba extrañado. Uno de los pelaos, comentó que ahí tenían a las presas políticas, que a los pelaos no se permitía ingresar, menos con ellas hablar, sólo los oficiales y suboficiales, las podían cuidar. Quizás, creyendo que en una de esas se las podían aguachar, pensando que a los miltares, las presas los encontraban lindos y ricos. Para los pelaos, era imposible ver a las presas, los milicos tenían miedo de la competencia, sabían que los pelaos teníamos mejores atributos, y no respetábamos ningún ideal político, su ideal era solo meter el pico.
El cabo culiao, se demoró como una hora. Cuando salió, puso una cara, como diciendo que se las comió a todas. Se hacía notar, como a un superior, esa misión lo llenaba de orgullo y satisfacción. ¡Pobre güeón!. De pajas mentales se alimentaba su honor.
Después volvimos al rancho a dejar los utensilios de la comida y el cabo nos ordenó retirarnos, porque sabía que a los pelaos, les molestaba su cagá de vida.
Volvimos al cuartel hotel, los otros pelaos volvieron al rancho, pero, apareció mi secreto más secreto, por las dudas, revisé los fusiles de todos los pelaos que se encontraban descansando, entre bromas y güeveo, pareciendo más que güeveo. No encontré mi fusil con el cargador de balas yerba. Con tanto alboroto, el hambre se acordó de los porotos y salí rajao al rancho.
Comiendo, pero no güeviando con los huasos e indios, llegó la hora de formar a la retreta. Pasada la formación de la retreta, derechito a dormir. En el dormitorio, con los pelaos, sentíamos esa mala onda, casi todos estábamos deprimidos, angustiados, el alma apagada. La vida no tenía sabor a nada, cada uno de nosotros, había recibido su cuota de aceptar y ver malas ondas, tratando al máximo de mantener la cordura, luchando con su yo interno, y no perderse en la locura. Tratando de encontrar la tranquilidad emocional en un acto demencial. Varias veces, comentábamos en son de güeveo, ver la forma de escapar de esa realidad, pero la realidad decía que la muerte encontraría, el ejército nos juzgaría como traidores a la patria, por estar en guerra. Milicos culiaos, nos tenían super cagaos, pais culiao, políticos mal nacidos. Al final, todos los güeones de mi pais, estábamos viviendo estos difíciles tiempos, buscando consuelo en la resignación, esperando quizás, que Dios y Satanás, se reunieran, se gritaran sus diferencias y al final, los dos juntos, se fumaban unos buenos pitos, y así, bien volados, Dios se engruparía a Satanás, pidiéndole en buena onda que sus juegos del infierno, en Chile, terminaran y, ahora tenía que jugar Dios con Chile, a la revolución de las flores, a la revolución de la paz y el amor.
Así, pensando maravillas y buscando una solución, parecía güeón, pero no importaba, total, soñar no cuesta nada; vivir cuesta todo. Dormir, dormir. La realidad descansa, te alejaba, te llenaba de esperanzas perdidas, era el regalo de la naturaleza, era lo mágico de la vida. En el sueño mental se ordenaban y se guardaban en forma correlativa las pesadillas del día, dejando un espacio de esperanza al nuevo día de nuestras vidas.
06.00hrs., diana, la rutina, y de nuevo en la misión de la cárcel, llevando a otro preso a la casa tortura, sintiendo el grito de dolor de los torturados. Sus alaridos, eran el coro de la muerte, creo que ni ellos conocían esos sonidos de la muerte. Ellos, no sabían que sus lamentos era algo nuevo, los descubrieron al torturar sus almas junto con su cuerpo.
Ese día no había nada que esa tortura hiciera remediar, sólo descansaríamos, cuando los señores se agotaran de tanto golpear.
Al fin ese día negro terminó, sin antes retirar los desperdicios de los torturados. Dejamos completamente aseada esa habitación, sin dejar ningún rastro de los que sufrieron agonía, que los dejó marcados por el resto de sus dias.
Informamos al oficial de la cárcel, que nuestra misión había terminado. Él conforme nos autorizó que fuéramos a descansar. De ahí al rancho, después la retreta, por fin en mi cama, en la nave viajera, soñando, durmiendo, y en el fondo de mi alma, pidiendo a gritos no despertar jamás. Sólo soñando y volando, lejos de la tierra, sólo soñando que flotaba en el espacio sideral.
Diana a las 06.00 hrs. Bañado y formado, rancho, de ahí fui designado, con otros pelaos a Pisagua sur, era el último puesto de guardia, que estaba entre unos roqueríos y un espacio de playa. Cuando al relevo nos presentamos, a puras chuchás nos saludamos, y recomendaron ,que en ese lugar, se podía dormar a poto suelto. El lugar era especial, era el límite entre el limbo y el infierno de Pisagua.
Cuando ya estábamos los cuatro guardias solos, después de algunas horas, un buen soldado milico, sacó su pitito,y envuelto en un calcetín, ofreció a todos esa dulce compañía, que seguro nos volaría.
Era casi el medio dia, el sol abrazaba. Los rayos solares caían en picada. Estábamos volados y asaos, cuando se nos ocurrió lo mejor: sacarse el uniforme y a bañarse. Nos faltaba el puro quitasol. Mientras güevíabamos en el agua, cachamos que había bajado la marea. En las rocas, las lapas, locos y erizos, estaban a la mano. Con el yatagán en mano, nos convertimos en milicos mariscadores, mariscando y comiento, mitigábamos el bajón de la yerba, y, con el agua, resistíamos el calor. Así estuvimos casi todo el día. Parecía paseo escolar, no pensábamos que éramos guardia, nos creíamos turistas. En esos momentos, el ejército no existía, éramos felices, por haber cambiado de vida. ¡Qué maravilla!. La naturaleza nos llenaba de esperanzas y vida.
En la tarde, cansados de comer mariscos y güeviar, antes del ocaso del día, acompañamos la puesta de sol, volados como que hay un Dios.
Sólo después, casi en la noche, apareció un detalle, un gran problema, como estuvimos todo el día en calzoncillos, sin darnos cuenta, estábamos quemados hasta debajo de la lengua. Hasta el pelo se nos quemó, parecíamos jaivas cocidas, rojos como tomates, quemados en casi 100 grados, quemados pa´la cagá. Yo, que era indio nortino, mi cuerpo acostumbrado al sol playero, pero esta vez mi piel no lo resistió. Los otros pelaos huasos sureños, seguro estaban, por sus reacciones lastimeras, con insolación. En la noche toda la quemazón nos atacó hasta tuvimos fiebre, como estaríamos de quemados, que ni en volar pensamos.
En la noche con el dolor, decidimos sacarnos el uniforme. La brisa refrescaba las quemaduras, hasta el sol en Pisagua torturaba, que lindo clima el que nos acompañaba.
La noche fue eterna, acompañada de quejidos y lamentos. Arrepentirse, ya no servía, la cagá había que aceptarla y a las consecuencis había que atenerse. Por creernos turistas, estábamos quemados y cagaos de dolor.
Por fin amaneció, y fue con sorpresa, los pelaos sureños tenían ampollas hasta en las orejas, los labios irritados y ampollados, parecían deformes por el dolor que hacía juego con la cara de güeón.
Al presentarse el relevo, los güeones, al vernos se asustaron. Al ver la cara de estos milicos todos quemados, dábamos lástima, más que pena. Al retirarnos, cuando caminábamos, parecíamos que nos habíamos cagados, caminábamos con las piernas separadas. El roce del pantalón te ardía de mil maravillas. Todo el cuerpo dolía y para rematarla, los guardias nos despidieron recomendando que comiéramos porotos con bombilla, porque hasta la jeta la teníamos partida.
El camino al hotel cuartel fue inolvidable, largo sufrido y tortuoso. Cada paso, era acompañado con un lamento. Fue el camino más doloroso y difícil. Sin poder aguantar más, les invité a los guardias irnos derechito a la enfermería. Ahí nuestro dolor sería atendido. Dicho y hecho, apenas llegamos, por suerte se encontraba el suboficial enfermero. Al principio, puso cara de preocupación y rápido nos atendió, pero interrogándonos, para saber, como chucha quedamos tan enfermos. Cuando le contamos lo sucedido, su actitud cambió, concluyendo que nosotros, en el puesto de guardia, habíamos estado puro güeviando y despreocupados, por esa razón habíamos quedado tan quemados. Ordenó sacarse todo el uniforme, los cuatro fuimos tratados de insolación y con quemaduras de no sé cuántos grados. Juntos con dos pelaos enfermeros, una crema nos untaron y con una inyección que aplicaron sin ninguna delicadesa, en el brazo conectaron unas manguerras que nos metían suero para la deshidratación. Al rato el suboficial enfermero desapareció, pero cuando llegó acompañado del oficial, donde el güeón nos fue a sapear, quedó la cagá. El teniente tenía la cara roja de ira, ¿o era el reflejo de nuestros cuerpos?. El milico culiao, estaba más quemao que nosotros, se veía ofendido por nuestra actitud como guardias, y estaba seguro que nosotros nos creíamos turistas, porque nuestro proceder no decía otra cosa, nuestra irresponsabilidad nos había quemado, para quedar así de cagaos.
El oficial, con el suboficial maricón, enojados, hablaron un montón de güeás, pero ellos sabían, que nosotros, desde el fondo de nuestras almas, sus insultos no los sentíamos, sólo queríamos alivar la peor quemada de nuestras vidas. Lo único que escuché, casi molesto, fue cuando el oficial güeón, gritó diciendo:
-Demián, estoy seguro que vos ideaste ese güeveo. Donde estái, la cagái. En Iquique las vái a pagar, no creas que me voy a olvidar. Pero, mientras más amenazaba, más cara de güeón le ponía, me importaba un comino su disciplina militar ofendida.
Sin saber porqué, dormí, dormí, dormí. Pero desperté, cachando que había oscurecido. Tenía hambre y sed. Miré al lado, sin ver nada. Entonces hablé:
-¡Hey! Huaso culiao. ¿Estái despierto?
-Sí, güeón.-- Todos contestaron.
-Tengo sed y hambre. --El mismo síntoma a los cuatro quemados nos acompañaba. Yo dije:
-¡Hey! ¡Enfermero de guardia!. Tenemos sed y queremos comida. Sólo respondió el silencio, dando la impresión que en esa enfermería estábamos en la morgue, porque a nuestras súplicas, ningún enfermero acudía. --Uno de los pelaos, comentó:
-Parece que los mariscos nos hicieron mal. -- Otro dijo:
- Parece que la marihuana de este güeón, estaba fumigada. Fea la volá --Pero el último que habló, ese sí que la cagó diciendo:
-Los mariscos y la yerba estaban buenos, el resplandor del infierno de Pisagua nos quemó, güeón, ja, ja, ja,
Quedó la cagá, fue un ataque total de risa y güeveo. Riéndonos de lo mejor, se abre la puerta y se enciende la luz. Entró el oficial y el suboficial enfermero maricón, en pleno güeveo nos encontró. Quedamos mudo de la impresión. El oficial no aguantando ese güeveo, poniendo cara de malicia ordenó:
- ¿Se mejoraron los güeones?. ¡Que bueno, los felicito!, vístanse y retírense a sus dormitorios y mañana se presentan, otra vez, a la guardia. -- Todos contestamos bajoneados:
-A su orden, mi teniente. -- En un rato, los cuatro güeones, caminábamos en medio de la oscuridad enrabiados, pero algo felices, nos sentíamos aliviados de la quemazón.
En el hotel cuartel, cada uno a sus dormitorios. Caché la hora, 01.00hrs. todavía podía dormir. En mi cama, la tranquilidad y a descansar. No sé si dormía o tiritaba, sólo caché que unos pelaos me cuidaban y comentaban:
-Está igual que los ótros. Tiene fiebre y tersiana. Hay que llevarlo a la enfermería. Entre mi inconsciencia por la insolación, divisé a los otros quemaos, todos en el jeep de servicio y conducido por el oficial maricón, de vuelta a la enfermería los soldaditos turistas con insolación.
En la enfermería, nos recibió el suboficial enfermero sapo, junto con los guardias enfermeros. Por lo que escuché, estaban super molestos porque de nuevo estos pelaos güeones les habían espantado el sueño y traído trabajo, porque en esta enfermería nunca habían enfermos y estos guardias enfermeros lo pasaban muy tranquilitos.
Era, como algo psicológico. En la sala de enfermería se te espantaba el dolor. Nos pusieron no sé que medicamento, porque dormimos felices, tranquilitos como buenos soldaditos.
Ahí estuvimos, convalecientes, como dos días haciéndonos los güeones, sin reclamar ni molestar. Estábamos tranquilos, pero aburridos, nuestra salud era lo principal. Esa experiencia inolvidable y aburrida, tenía que sanar.
Al tercer día nos dieron de alta, pero no podíamos hacer guardia, deberíamos estar en el hotel cuartel, en reposo, pero igual pa´los mandados de suboficiales y oficiales culiaos. Todos ellos sabían la gracia que nos habíamos mandado.
En la tarde, después del rancho, llegó el oficial de guardia en el jeep, ordenando al cabo de servicio que necesitaba a los cuatro pelaos quemaos en forma urgente, que se presenten de uniforme y armamento. En tres tiempos viajábamos en el jeep, todos bien sentados. Al llegar a la cárcel, el oficial ordenó que bajáramos y lo siguiéramos. Llegamos a la reja principal. Éste de viva voz ordenó que el preso político Vladislac Kusmicik se presentara. Éste rápido en la reja apareció. Cuando lo ví, era el único preso al cual le tenía bronca. El güeón caliente las tenía todas: era doctor, tenía buena pinta, un Fiat 600 rojo y lola que lo calentaba. Se la tiraba en Iquique, entre los güeones pobres y humildes. El doctor caliente daba envidia; todos envidiábamo su cueva. Era el hombre ideal pa´las güeonas que se querían casar, viendo en el doctor caliente el futuro promisorio y asegurado. Mi hermana, por sus encantos, se le había entregado, pero ella se sintió desilusionada, porque el güeón sólo quería darle como tarro sin ver luces de un futuro casi asegurado. Y lo peor, fue que a mi hermana, el güeón, la dejó porque a mi ex pololita, el güeón sin ningún respeto, se la comió, y mi hermana lo pilló.
El güeón, a mi memoria, trajo al tiro esos malos recuerdos. El doctor caliente, cuando para su desgracia, de milico me vió, su mala reputación lo delató. Lo miraba con odio y con pica. El doctor caliente, mi dignidad había pisoteado. El güeón, cachó la cara que puse cuando me miró. Mi expresión no era de compasión, pero como era tan cara de raja, cambió su actitud y estirando su mano en un gesto güeón y miserable dijo:
-¡Hola, Willy! ¡Qué sorpresa! ¡Cómo nos cambia la vida! --El doctor caliente me sorprendió y yo, como güeón, me sentí opacado y estiré la mano diciendo:
-No sabía que érai rojo.--El oficial intruso preguntó:
-¿Ustedes, se conocen? -- Y el doctor caliente haciéndose el simpático e inocente respondió:
-Él es mi cuñado, señor oficial. -- Y yo, sin saber porqué chucha, sentí como orgullo de tener tan buenas amistades, ya que el oficial no esperaba que un humilde pelao tenga estas relaciones con una persona con tanto renombre.
El oficial, al doctor caliente, ordenó salir. Lo llevamos a una sala desocupada y le informó, en forma convincente, que el juicio de guerra había determinado que la pena capital se había ordenado y que ahora, lo tendría que fusilar.
Todos los pelaos y el doctor caliente, quedamos tiesos y mudos. Era para no creer. Yo era uno de los que debería cumplir esa triste misión. Al doctor caliente, lo odiaba, pero nunca tanto como un odio a muerte. Al final pensé resignado, doctor caliente, la justicia divina lo ha dictaminado y tu calentura se ha terminado.
Rápido, el oficial, le vendó la vista y maniatado por la espalda. Lo guiamos fuera de la cárcel y lo subimos al jeep. El oficial, los pelaos y el que sería fusilado a una playa llegamos. El doctor tiritaba, el oficial le preguntó si tenía algún último deseo. Éste trató de hablar, preguntando cuales eran los cargos, a lo que el oficial le dijo:
-No te entiendo lo que balbuceas. ¡Cállate, y acepta con valor y honor tu castigo!.
Nosotros cuatro, estábamos a unos diez pasos del ajusticiado. El oficial nos miró y ordenó:
-¡Pelotón, carguen armas! ¡A una señal, apunten! ¡Fuego!.
Una lluvia de piedras le llegaron al doctor caliente. Cuando sintió el primer piedrazo, emitió unos gritos desgarradores de espanto. Al darse cuenta que era una broma, casi infantil, del oficial, resucitó. Se reía y lloraba, poniendo cara de güeón, sintiéndose totalmente humillado. Yo sentí que mi honor se había vengado. El oficial le sacó la venda, nosotros nos acercamos, para subirlo al jeep. El doctor caliente, su aroma lo detaló, estaba hediondo a mierda. De susto se había cagado. Bueno, nadie tendría otra mejor reacción, era una broma macabra. Sólo en Pisagua, con la muerte de mentira y de verdad, se jugaba.
Después que cumplimos la broma macabra, de vuelta a la cárcel, el doctor Vladislac Kusmicik, que se veía totalmente renacido, yo le mostraba una gran sonrisa, sin importarme su olor a caca, sabiendo que al pelotón, le desagradaba, era una respuesta a nuestra broma tan pesada. En el trayecto tenía ganas de decirle lo que sabía, pero aclararlo, ya de nada servía. Resignado, pensé que al doctor caliente, en Pisagua, su fama de nada servía, al final, los dos estábamos en las mismas condiciones. La libertad no existía. El doctor en algo tenía razón: ¡Como nos había cambiado la vida!.
El oficial, en la cárcel, a nosotros, ordenó volver al hotel cuartel y advirtió que deberíamos irnos derechito donde él había ordenado. No quiero saber que se fueron a güeviar a otro lado. Y usted, Demián, ni piense en inventar alguna güeá. ¡Retírense!
- A su orden, mi teniente.
En el camino comenté con los pelaos.--Este teniente culiao, piensa que nosotros los pelaos, somos güeones. Él puede güeviar a su antojo, y lo peor que güevea con la muerte. Oficial culiao, ¿con qué cara, con qué moral practica la disciplina militar?.
Este güeón, está cagao.--Pero igual cumplimos la orden, llegando al hotel cuartel, al cabo de servicio nos presentamos y ordenó:
-Guarden el armamento, y limpien el jardín del cuartel.
-A su orden mi cabo. --Al rato estábamos, como güeones, limpiando el jardín. Éramos milicos jardineros. Uno de los huasos, sabía mucho de flores y jardinería. Mientras sacábamos la maleza, apareció un pitito del jardinero. Ahí mismo lo prendimos, detrás del hotel cuartel. Era uno para cuatro. En un dos por tres, se esfumó y nadie nos cachó. Volados, como gusanos, seguíamos las instrucciones del experto, que indicaba como retirar las hojas resecas y feas de las plantas y otras güevadas. Estuvo entretenida la jardinería, pero nos llamó la atención, cuando un pelao agarraba una mosca y la tiraba sobre unas hormigas. La mosca al caer a la tierra, las hormigas se le tiraban como pirañas y la devoraban. Para mí, era algo extraño, no sabía esa onda de la naturaleza. Me llamó mucho la atención esa situación, parecíamos güeones, agarrando moscas, para tirárselas a las hormigas. Todo terminó, cuando un pelao agarró una avispa o algo parecido, porque le picó la mano, dando el inmenso grito, lo que llamó la atención del cabo de servicio y, sin que nadie lo solicitara, apareció pidiendo explicaciones. El pelao, haciéndose el güeón, le comentó:
-Mi cabo, al mover una flor marchita, algo me picó. --Pero el cabo de servicio, no se la tragó, y le respondió:
-Ustedes, están güeviando con las hormigas, iqual que güeones, los mandé a limpiar el jardín y se pusieron a güeviar. Se acabó el juego. Ahora, deben barrer el cuartel y no los quiero ver echados o güeviando. ¡Ya! Partieron, pelaos culiaos.
Justo cuando el cabo terminó de dar la orden, el pelao picado en la mano, con cara de asustado dijo:
-¡Miren, mi mano! ¡Se está hinchando y me duele! -- Lo miramos, y era verdad, el pelao tenía la mano como empanada, super hinchada y de nuevo a la enfermería, pero tuvo que ir solo, sin nadie que lo acompañara. Era la venganza de las moscas de Pisagua, porque en Pisagua a todos, su mala onda particular, le tocaba.
Estábamos limpiando y barriendo el cuartel, seguro estábamos con el medio cuello haciendo esta limpieza y llegó la hora del rancho. El cabo de servicio ordenó, a todos los pelaos, formar e ir a comer, y de ahí todos libres un par de horas para descansar. Llegó la hora de la retreta y formar la compañía. El oficial, cuando estábamos todos firmes y alineados, ordenó salir adelante de la compañía, a nosotros, los pelaos quemados con insolación, y , para colmo, venía el pelao picado en la mano, ya recuperado. El oficial apenas lo vió le dijo:
-Usted, soldado, venga a este lugar. -- Los cuatro con cara de güeón, estábamos al frente de la compañía, esperando la sorpresa desagradable del oficial culiao. Continuó hablando el oficial y con voz de ofendido, ante nuestros compañeros milicos, huasos culiaos e indios culiaos, dijo:
-Estos soldados, estando de guardia, al Sur de Pisagua, se dedicaron a puro güeviar, despreocupando su servicio, pensando que eran turistas, se bañaron y güeviaron todo el día, y el sol los castigó. Todos se quemaron y sufrieron una insolación, por güeones. Que esto le sirva a toda la compañía como ejemplo. Acá estamos cumpliendo una misión, y no somos turistas, como estos pelaos güeones. --El oficial, terminó riéndose y la compañía también. Fue una risotada general. El oficial que había empezado a hablar tan serio, terminó cagado de la risa. Era la pura verdad. Era para la risa, la cagá que, a nosotros, nos pasó. El oficial, con una sonrisa ordenó:
-¡Buenas noches, compañía! --Todos al unísono contestamos:
-¡Buenas noches, mi teniente! .. El oficial, siguiendo el güeveo, mirándonos y con voz irónica ordenó:
- Pueden ir a dormir los turistas. --Y otra vez la risa comenzó. Nosotros seguíamos ahí parados, sin saber qué hacer. Y el oficial ordenó güeviando:
-Vayan a dormir, güeones, turistas cagaos, turista milico, ja, ja, ja. -- Todos de nosotros, se reian. Dimos media vuelta, riéndonos de la buena onda que reinaba.
Una vez en mi cama, tranquilo y de buen humor por lo acontecido, la tranquilidad mi alma llenaba. Todos los pelaos gozábamos cuando nos trataban con güeveo y buen humor. Era lo más fácil, era lo más barato, te abría el corazón. Te daba ánimo y esperanzas el buen trato.
De vuelta en mi hotel cuartel, mi camita, mi cama viajera, mi nave espacial. En ella podía viajar en mis pensamientos y en los sueños, así dormí.
Amanece, tocan la diana a las 6.00 hrs., arriba todo el contingente, aseo, asearse, formarse, desayuno, formar para relevos de guardias, menos los turistas.
El oficial ordenó que fuera a presentarme al casino de oficiales, ahora sería milico ayudante cocinero, lavaplatos, garzón y eso me gustó. Salí rajado al casino. Ahí, presentándome al pelao chef, le dije:
-El oficial ordenó que fuera tu ayudante, huaso culiao. Éste, muy contento con mi ayuda, rápidamente dió a conocer todas las güeás que tenía que hacer en el casino. O sea, estar pa´l güeveo de los oficiales. La primera orden fue llevar una taza de té y limones, a uno de los oficiales que estaba un poco resfriado. Mientras preparaba lo ordenado, chucha, mi fusil. Como un rayo se vino a mi cabeza ese problemita y ahora veía luces de solución.
Con la bandeja, una taza de té y limones, parado frente a la puerta del dormitorio del oficial, golpeé y pedí autorización para ingresar:
-Pase, soldado. -- Respondió el enfermo, con voz de enfermo.
-Buenos dias, mi teniente, el doctor particular viene a revisarlo.-- Le comenté, en tono simpático. --Grande fue mi sorpresa al ver la cara del oficial. Éste contestó con un leve movimiento de cejas.
-Tome este té con limón, mi teniente, y luego le pondré un “penicilina intra uterina”. --El oficial, sonriente por mi buen ánimo, contestó:
-No me güeís, estoy super enfermo. La gripe me agarró feo.--Acerqué mi mano a su frente y caché que hervía en fiebre. Por lo que le solicité ir, inmediatamente a buscar al sub oficial enfermero. El oficial contestó:
-No vayas a buscar a nadie, yo tengo un remedio mejor. Pásame la ropa térmica y el saco de dormir.
-A su orden, mi teniente. --Mientras urgueteaba sus cosas, caché su fusil, sin vacilar ni un segundo, lo tomé y le miré la serie. ¡Sorpresa! No era el mío y chao. Bajón. Encontré la ropa térmica y el saco de dormir y se los pasé al oficial. Y éste como pudo, se incorporó y solicitó que le ayudara a ponerse la ropa térmica y después ordenó, que pusiera el saco de dormir en la cama. Lo abrió y se metió adentro y ordenó que lo cubriera con las frazadas y dijo:
-Demián, tráeme dos litros de limonada helada, una toalla y un jarro con hielo. Anda, te espero.
-A su orden. -- Salí rápido a cumplir lo ordenado. En tres tiempos, estaba otra vez con el enfermo. El oficial ordenó, que con la toalla, envolviera los hielos para ponerlos en la cabeza y luego se bebió casi un litro de limonada helada, y comentó:
-El resfriado es un virus, que agarra tu cuerpo y ahí brota, no hay nada que lo pare, sólo hay que darle harto líquido y después, chao virus culiao.-Terminó casi riendo el oficial y agregó:
-Retírese, soldado, pero en una hora viene a darse una vuelta por acá, a ver si estoy vivo o muerto.
-A su orden, mi teniente. --Al dejar la habitación, concluí que mi fusil lo tenía el oficial que me faltaba revisar su arma. Si éste no lo tenía, ahí no sé que pasaría. Ya había revisado todo el armamento de los soldados y suboficiales, sólo esperaría el momento preciso. Tenía la plena seguridad, que ese oficial lo tenía, porque al subir al camión, cuando viajamos de Iquique a Pisagua, el oficial viajó en la cabino junto al conductor, y al subir entregó sus pertrechos y armas a un pelao que estaba a mi lado, en la parte trasera de nuestro vehículo. Lo difícil era, que los oficiales nunca llevaban su fusil, solo portaban su pistola.
Pensando en como recuperar mi fusil, le pedía a Dios que, ojalá, al oficial se le pegue el resfrio y ahí podría atenderlo en su dormitorio, lo otro que podía hacer, era ofrecerme, para ordenarle su habitación o no sé que otra cosa inesperada me daría la solución a este problema. Viendo esa posibilidad pensaba en el dicho popular que dice que hay tres tipos de problemas: los que tiene solución, los que no se pueden solucionar y, por último, los que se solucionan solos.
En el casino de oficiales descubrí mi gusto por el arte culinario. También no había dejado ninguna cagá durante los casi cinco dias de mi nuevo oficio. En una de esas, el cocinero ordenó revisar el pollo que se asaba en el horno. Al abrirlo, caché que se habí apagado. Agarré los fósforos y hasta ahí no más me acuerdo. Desperté, nuevamente, en la enfermería, todo quemado, las cejas, pestañas, la cara y pa´la cagá. El suboficial enfermero comentó que esperaría como evolucionaba, o si no, tendrían que llevarme a Iquique. Cacha, estaba casi pa´la cagá.
El soldado enfermero, al ver mi cara de güeón quemado, cuando abrí los ojos, me preguntó si sabía lo que ocurrió. Yo contesté y noté que al hablar, me dolían los labios. Los tenía hinchados.
-Me acuerdo que iba a prender el horno y chao.
-Te cuento, Demián, cuando prendiste el horno, estaba lleno de gas y vos prendiste un fósforo. Quedó la media explosión. El pollo, que estaba en el horno, saltó por allá y te pegó justo en el hocico, güeón. Ja, ja, ja.
-¿Verdad, güeón? --Le pregunté, casi tratando de no reir por el dolor de mi hocico.
-Es en serio, güeón. Teníai, marcado el cuero de pollo en el hocio, güeón, ja, ja, ja.
A puras cremas y no sé qué, fui recuperándome. Los primeros dias fueron adoloridos y aburridos, después entré en confianza.
Tratando de dormir en la sala vieja de enfermería, recorría con mi vista la vieja construcción, sin encontrar nada entretenido. Pensaba que los güeones que la construyeron, ya eran viejos, le habían pegado lo viejo, quedando todo más viejo. Creí, que porque llevaba tanto tiempo en el edificio viejo, yo también estaba viejo, casi durmiendo y soñar un sueño viejo. Olí algo nuevo, ese perfume, ese aroma..., esa sensación... era nueva y vieja, fijé mis sentidos en ese aroma. A oscuras, levantándome, caminé tras el olor y llegué a la puerta de mampara que daba a un patio de luz, corrí suavemente la cortina y ahí estaba el soldado enfermero, con su pito en la boca, volando solito. Empujé la puerta, éste al verse sorprendido, se alivió al percatarse que era yo, y le dije en son de güeveo.
-Doctor, necesito algo para el dolor de la mente.--Éste contestó:
-Tengo aspirinas de humo, Tómela de inmediato. -- Me pasó el pitito. Los dos güeones, el enfermero y enfermo en terapia mental volando.
El pelao enfermero comentó:
-Esta muralla divide la libertad y la opresión. Ojalás, que el humo les llegue a los presos y al olerlos, su espíritu se llenara de esperanza por la libertad, igual como me vuela la yerba y me llena de esperanzas de libertad. Lo único que deseo ahora, es mi libertad. Ya... Me puse grave... ¡Vamos, Demián! A la sala de enfermería, estoy de turno. Nadie va a venir a güeviar.
- A su orden , enfermero hippie.
-¿Demián, vos érai hippie?
-Sabís, pelao enfermero hippie. ¿Te cuento? Antes de entrar al sercicio milico, sabía que era hippie. Ahora no sé qué soy. No soy hippie, no soy milico, no soy político, no soy persona. ¡No soy nada! ¡No soy chicha ni limoná! No deseo para nada estar en esta güeá, pero acá estoy contra todos mis principios y deseos. Acá, tengo que estar obligado, y descubrí el significado de esas palabras que reflejan mi situación moral. Mi situación física, mi situación psicológica. Como te dije antes, ahora te repito ¡ No soy chicha, ni limoná!
Sentados alrededor del mostrador de la farmacia de la sala de enfermería, le pregunté al pelao enfermero, si tenían rubias de ojos celestes (desbotal). Éste respondió:
-En esta enfermería no hay esas cosas, o yo, no tengo idea si las hay, pero no me gustan las drogas químicas. A vos, Demián, parece que ya las hay probado.
-Claro. --Contesté, agregando-- Allá en Iquique, tenía un amigo que le robaba las pepas al tío, dueño de la farmacia Condor, que queda en Tarapacá, entre B. Arana y Amunátegui. Esa papa nos duró como tres meses, hasta que lo pillaron al compadre, de ahí, no he podido conseguirme. Son re locas esas pepas, te dejan chicharra y buena onda. -- El pelao enfermero, comentó:
-Yo he fumado yerba y tomado peyote. Resulta que cuando era civil, en el verano mochiliaba con un compadre. Llegamos a la Caleta de Horcón, el Paraíso de los hippies, ahí conocimos unos locos enfermos de volaos con peyote. Ellos mismos lo preparaban con cactus. Esa volá es super loca, es mística, es espacial, te desintegra los sentidos, te deja loco, güeón. -- Yo lo interrumpí, preguntándole:
-¡Vos, sabís prepararlo, güeón? --Éste contestó:
-Si, sé prepararlo, Demián. Se hace con un cactus de seis puntas, se pela y se cuece la parte verde durante tres horas, pero debe hacerse cuando esté la luna llena. Dicen, que la tomaban los indios mexicanos, en sus ceremonias a los dioses. ¿Sabís? Acá, en la plaza que está a la vuelta de la carcel, caché varios cactus y son de los mismos que hay en horcones, tengo todas las ganas de preparar uns dosis de peyote. ¿Te atrevís a acompañarme a cortar un cactus, güeón? --Yo le contesté:
-Al tiro vamos, si querís, pero tengo una duda: si lo preparamos, ahora, no se va a poder. No hay luna llena. -- El pelao enfermero respondió:
-Siempre, en algún lugar del mundo, hay luna llena. Nuestra posición nos hace ver la luna menguante, luna creciente o el lado oscuro de la luna, como la vemos nosotros, parece que todavía me dura la volá. Ya, Damián, vamos. Si nos pilla algún güeón, yo le digo que te saqué a tomar aire, porque teníai pesadilla, o cualquier güeá. Vamos, sígueme, yo llevo el morral y un yatagán.
Salimos de la sala de enfermería de la cárcel, derechito hacia nuestro objetivo. El pelao enfermero, llegó justo al cactus peyote; cuando se disponía a cortarlo, una voz de alerta se escuchó:
-¡Alto ahí, pelaos culiaos! -- Sorprendidos, asustados, pero al segundo relajados. Era la patrulla. Seguimos en nuestra onda. Uno de los pelaos patrulleros, preguntó:
¿Pa´qué están cortando esa güeá? -- Yo le contesté irónico:
-En la enfermería hay un pelao embarazado y tiene antojo de comer ensaladas de penca, güeón.
- Pero, esa güeá no es una mata de penca, po´s güeón. -- Y le respondí:
- Bueno, pa´que le vamos a decir que no es una penca po´s güeón. Ya vírense, huasos culiaos, sapos. Y casi toda la patrulla en son de güeveo contestó:
-Indio culiao, métete la penca en el hoyo, ja, ja, ja. --Se fueron riendo felices y nosotros igual nos fuimos felices con nuestra cosecha.
En la sala, el pelao enfermero peló, picó y en una marmita sobre un mechero, empezó el cocimiento que debía durar tres horas y, para pasar el tiempo, preparó su pitito y nos dirigimos otra vez al patio de luz y volar, volar y volar. Después regresamos a nuestro lugar, donde ya hervía el cactus despidiendo un leve, pero desagradable olor. El soldado enfermero comentó:
-Cuando termine de cocer el cactus, hay que dejarlo reposar y mañana, en la noche, lo tomamos. ¿Te gusta la idea?.
-Por mí, me lo tomaría al tiro, güeón. Quiero puro volar, güeón. Ja, ja, ja.
-¿Sabís, Demián? Esta droga es super. Antes de tragarla tomamos un vaso de agua con azúcar, porque el peyote es super amargo y de mal gusto, cuando lo traguís te van a dar ganas de vomitar. Tenís que aguantar, y de ahí te vái en la volá. Yo, cuando aprendí a volar con peyote, nos enseñaron unos hippies que practicaban yoga y meditación. Ellos nos dirigían la volá. Al volarte tenís que estar relajado, sin miedo ni angustia, si te lo tomái sintiendo ansiedad o pena, capaz que te murái llorando y cagándote la onda volao, por eso yo te voy a guiar, para que tengái una buena volá.Y no te vái a arrepentir compadre.
- Me tenis sorprendido, pelao enfermero, vos soy más volao que yo. Parece que hasta tus papás son volaos, güeón. Ja, ja, ja. --Terminé riéndome en tono burlesco y cambié de actitud, al ver la cara que puso el pelao enfermero, y éste con toda pena contestó:
-Yo tuve papá y mamá, pero están muertos. Me criaron mis abuelos. ¿Te cuento? Parece que mi taita era drogado, pero se drogaba con el juego, güeón. Resulta que mi taita vivía al interior de Ovalle, casi en la cordillera y recorría todos los pueblos jugando poker. Apostaba plata, era un casino con patas, era muy respetado por ser derecho y legal en el juego. En una de sus andanzas conoció a mi madre, de ahí salí yo, pero mi taita seguía en lo mismo. Era su droga. En uno de sus juegos, tirando al azar su destino, tentándolo su contrincante, cegado por la apuesta, trastornado por su vicio, apostó a mi mamá. Cuando el poker mostró su verdad, respetuoso de las reglas del juego, ya que estas se pagan,,,,,, porque él era un jugador con honor, perdió a su mujer. Le dijo al ganador:
-Espera voy a ir a buscar a mi esposa. Te la ganaste. --
Al volver, con mi mamá, para entregarla como pago al ganador le dijo:
-Tómala, te la entrego, pero no dijimos si te la daría viva o muerta. Sacó su revólver y le disparó dos tiros en la cabeza a mi mamá y luego se suicidó con un disparo en la boca. Así fue como quedé huérfano. Esa historia me contaron mis abuelos, cuando faltaban como dos días antes de venirme al servicio militar. Cacha, la media volaíta de mi papá. Ese loco era volao lúcido.
Quedé completamente asombrado, choqueado. No lo podía creer. Le pregunté, no sé cuántas veces, si era verdad. Éste casi molesto, al final respondió:
-¿Me estái agarrando pa´l güeveo? -- Y preguntó:
-¿Y vos tenís papá y mamá, indio culiao, incrédulo de la vida, sin derecho a chicha y a la limoná, güeón?
-Te cuento huaso culiao, yo entre broma descubrí como, realmente murió mi papá. Resulta que mi papá que era profesor, lo atropelló un bus en Santiago. Y, mi mamá, quedó viuda con cuatro cabros chicos, entre esos estoy yo. El menor de mis hermanos tenía dos años, yo cuatro, el ótro seis y el mayor ocho años. A los dos años de viudez de mi mamá, unos tíos la invitaron a pasar el verano a Iquique. Nosotros, como cabros chicos, nos encantó la playa y mi primo, que se encuentra ahora, acá preso, nos llevaba todos los días a la playa. Y, mi mamá, en una de esas, conoció a un caballero y nos llevó a vivir a su casa con su hija, que era de un matrimonio anterior, y la mamá de él. Este compadre, es mi padrastro. Es como mi papá, ha sido super legal, nos ha educado y respetado. Nunca ha faltado comida. Él trabaja en el puerto, pero la onda con mi verdadero papá es super loca. Nosotros, estábamos convencidos y resignados, que a mi papá lo había atropellado un bus y murió, y chao. Una vez, no sé porque, tocamos el tema de como murió mi papá. Y yo, no sé porqué, dije como güeviando: Qué le habrá pasado a mi papá. Cómo tan güeón, parado en la esquina y no cachar que viene un bus. Estaría volao o curao. Le dije a mis hermanos y éstos se cagaron de la risa, pero mi mamá abrió los medios ojos, al escuchar mis comentarios y, como sorprendida preguntó:
-Oye, Willy, ¿quién te dijo eso, que tu papá estaba curado cuando lo atropellaron? --Yo, al oir el tono de voz de mi mamá, realmente sentí esa verdad. ¿Sabís compadre? La verdad se siente, no tienen que decírtela, la verdad se siente, no es necesario que te lo digan. A mi mamá le respondí: -- --Realmente, nadie me ha contado que mi papá estaba curado cuando lo atropellaron, sólo que lo dije como broma, mamá. -- Le respondí. Mi mamá, con toda su pena y verdad escondida durante tantos años, nos relató la verdad:
-¿Saben niños? Les voy a contar lo que pasó con tu papá. Resulta que tu padre, cuando nos casamos y tuvimos a ustedes, estábamos felices casados, pero tu papá, después del trabajo, en la escuela con sus amiguitos salía a tomar y llegaba curado a la casa. Con el tiempo la cosa se puso peor. Me insultaba y pegaba, se volvió loco, cuando tomaba se trastornaba. Me sacaba la cresta. Estaba tan aburrida de sus malos tratos. Ese día me pegó, se fue, yo enojada y mal tratada, le deseé la muerte, lo odiaba a morir, y justo, lo atropellaron curado y murió. Yo no lo podía creer. Me remordía la conciencia, nunca he podido olvidar esa situación, pero quizás fue para mejor. Yo no merecía esa mala vida. Mis padres, jamás fueron alcohólicos y tampoco nos dieron mala vida, al contrario, teníamos buena situación. El resto ustedes lo saben.
Chucha y rechucha, con esa verdad, mi mamá, al fin pudo descansar y nosotros, comprender que mi papá había sido como las güeas con ella y mi padrastro, era un rey. Cacha, los viejos pa´volaos, güeón. Tu taita volao con el poker y mi papá con el copete. ¡Que lindos ejemplares, digno de destacar, güeón!
-Que terrible, compadre. Me acordé de mi mamá, mi casa güeón. ¿Te cuento, pelao enfermero? Como a los dos dias nos dieron permiso para salir de franco, pero tres horas nada más. Cuando salí del regimiento, me fui corriendo a mi casa, llorando de puro contento. Me sentía libre de los milicos culiaos. Al llegar a mi casa y golpear, abrió la puerta mi hermana Ana y gritó:
-¡El Willy! ... --Y se puso a llorar. Y mi mamá y hermanos, todos, me abrazaban. Mi mamá lloraba, estaban felices de verme. Yo igual, lloraba de contento. Ahí caché, que ellos también lo estaban pasando mal con mi onda milico. Me preguntaban, si era verdad que estaba en Santiago y qué había pasado. Yo les comenté, que sólo había sido un paseo y ninguna güeá penca de las que había pasado. Estaba feliz en mi casa. Cuando llegó la hora de volver, ni cagando quería volver al regimiento. Estaba abrazado de mi mamá y llorando le decía:
-Mamita, no quiero volver al regimiento. No quiero mamá. No quiero ir nunca más donde los milicos, mamá. Por favor, hace algo o anda a hablar con ellos. Yo no voy a volver. -- Le suplicaba a mi mamá.-- Ella decía:
-Tienes que regresar, hijito. Si te pillan te pueden castigar, te pueden meter preso. Vas a ser un desertor y para ellos es una guerra. Te pueden fusilar. Por favor, comprende tu situación. Yo tampoco quiero que estés en el ejército, menos ahora, como está la situación en el país. Por favor, regresa, algún dia se va a terminar esto. No eches a perder tu vida, por favor. Regresa. -- Y ella abrazándome hasta la puerta, se despidió de mí diciéndome:
-Confio en tí. Voy a rezar harto por tí, hijito. Andate, chao y cerró la puerta. Yo quedé afuera parado inmóvil, llorando solo, frente a esa realidad. Dí la vuelta y salí llorando de nuevo a mi regimiento. En la esquina de mi casa, me encontré con otro pelao de mi compañía. Éste al saludarme comentó:
-Oye, Demián, tenís los ojos rojos, güeón. ¿Estái fumando, güeón?
-No, güeón. -- Le contesté--estaba llorando, llorando como güeón y diciéndole a mi mamá que no quería volver al regimiento. --Éste respondió, con sus ojos llenos de lágrimas:
-¿Sabís, Demián? Yo también lloré todo el rato en mi casa. Tampoco quiero volver con los milicos culiaos, güeón. ¡Qué chucha vamos a hacer, güeón!
Yo miré a mi compañero, con los ojos llenos de lágrimas, igual que los mios y le contesté:
-Parecimos güeonees, llorando de miedo por los milicos culiaos. ¡Vamos, güeón! Agarramos el fusil y los hacemos cagar y de ahí vamos al Julio Prieto a cacharnos las minas, güeón. Ja, ja, ja. ¡Vamos, pelao maricón.-- Y salimos corriendo al regimiento y en el camino güeviando a las lolas que, no sé porqué, ese dia se veían más ricas que nunca. Esa onda me pasó la última vez que estuve en mi casita, compadre. Quedé loco.
-¡Oye, Demián!, ¿vos, cuando estuviste en Santiago, te viste enfrentado a alguna mala onda? ¿Te mataron?, ¿mataste? ¿Qué onda pasó? ¡Cuenta la legal, güeón! -- Yo le respondí:
-¿Te cuento pelao enfermero?, lo que pasó, lo que hice, lo que fui capaz de hacer al descubrir en mí, una personalidad que tenía escondida en no sé donde chucha. Nunca jamás, en la vida lo voy a contar, esa güeá, me hace mal y parece increíble, lo que realmente en Santiago me mató, fue mi onda hippie. Mi alma de hippie, mi sentimiento de hippie, mi convicción de hacer el amor y no la guerra. Como hippie yo creía en el amor y la paz, ahora quedé cambiado: no creo en ninguna güeá, ni en Dios, ni en el Diablo, ni en los políticos, ni en los milicos. Te repito, otra vez, no soy ni chicha, ni limoná, güeón, Ja, ja, ja. Terminé riendo por mi respuesta, a loo que el pelao enfermero respondió:
-¡Oye, Demián!. ¡Cáchate, güeón, no te riái tan fuerte!. Mira, güeón, está amaneciendo, está listo el cocimiento. Anda a dormir, mañana lo probamos, yo lo voy a guardar.
-Ya compadre, me dió sueño tanta cháchara, chao.
Solo, en mi cama de la enfermería, casi amaneciendo, dormí. Al medio dia, fui despertado y entregaron mi almuerzo. Lo devoré, tenía más que hambre. Fui al baño, dejé mi segunda parte en la taza. Afeitado y bañado volví a mi cama. Las quemaduras de mi cara y brazos, ya estaban casi curadas y lo mejor era, que no tenía ninguna cicatriz de mi rídiculo accidente. Solo, y más que aburrido, tirado en mi cama, me fui relajando y ...chao, dormí, dormí.
Al despertar, el pelao enfermero me saludó:
-¿Cómo estái, Demián? ¡Hola! El suboficial enfermero, comentó que dormiste todo el día y parece que te van a dar de alta, güeón. ¿Estái listo pa´l peyote?
-¡Ah! ¡Hola! Dormí todo el día parece, es lo mejor que hago, güeón: Dormir, dormir. Ya pos, güeón, volémonos con tu pósima del demonio, y a todo esto, ¿Qué hora es?
- Son pasado las 24 hrs. Son casi la una de la madrugada. Ya, ahora, siéntate en la cama. Te vái a tomar primero este jarro de agua con azúcar y después, en este vaso que tiene peyote, te lo tragái sin saborearlo ni nada. De un solo pencaso, y después, te acostái y escucha mi voz, pero, antes dime, ¿cuál es tu signo del zodíaco?
-Yo, soy del signo Acuario. Soy del aire, del espacio, de la chucha del mundo, güeón. No le pongái tanto color, huaso culiao, soy cuático, güeón.
-Ya, tranquilo güeón. Bueno, sígueme lo que yo te diga. Ahora, toma el agua. Listo. Ahora, el vaso. Bien, trágalo, sin vomitar, aguanta bien, güeón. No le hiciste ni asco, güeón. Ahora, acuéstate y cierra los ojos y no pienses en ninguna güeá, en nada familiar, ni terrenal. Los del signo acuario son del aire, piensa en el espacio.
Cuando tragué el peyote, casi lo vomité. Tenía un gusto amargo y era como gelatinoso, pero mi onda voladora, no le hizo asco. Cuando estaba ya acostado y escuchando al pelao enfermero peyote, que cerrara los ojos y pensara en la onda espacial, no sé cuántos segundos o minutos demoré para empezar a sentir los efectos de la pósima.
Sentí unos espasmos en mi cuerpo, sentía como un hormigueo en mis venas, como millares de puntas de alfileres pinchaban mis sentidos, pero se hacía notar primero en mi lengua y boca, pinchada por millones de alfileres. La misma sensación bajó por todo mi cuerpo de arriba hacia abajo, devolviéndose como una nube, que envolvía mi cabeza, desintegrando mis sentimientos, pero antes haciéndolos realzar, sentí como un segundo de pena, que afloró con fuerza y, a la vez, se desintegró con la sensación avasalladora de unos pinchazos. Estos pinchazos los sentía como que era con algo más chico que un alfiler, era imperceptible, pero casi sin sentirlos, los notaba que recorrían toda la gama de mis emociones. Esa extraña sensación recorrió todo mi cerebro, cambiando, quizás, por no sé qué tiempo de posición y sensación, sin descifrar qué producía. Escuché dentro o fuera de toda esa mezcla de emociones una voz que decía:
-Trata de alejarte de la tierra, sale al espacio, anda vuela.
Mi alma, mi mente, no sé qué sentía, como se desintegraba mi cuerpo. Sólo veía la tierra alejarse de mí. Sólo veía, como volaba fuera del sistema solar. Sólo tenía la sensación de ver, sin ojos. Sólo veía mi cuerpo diseminado, desintegrado en el espacio infinito, donde el significado de la vida no existe. El tiempo es pasado, los sentimientos del bien y el mar, no se conocen. Las nebulosas, estrellas, el infinito finito, la nada, lleno de todo, el espacio sin fin, donde el universo forma una parte ínfima del gran sistema universal, donde el fin puede ser el comienzo, donde el alfa y omega sólo es una parte en el espacio. Donde la razón humana no ha sido capaz de siquiera vislumbrar donde está el espacio final, quizás detrás de las estrellas infinitas. Creía sentirme en la frontera universal del tiempo, queriendo sólo permanecer ahí: estático, místico, espacial, volado. Llegó a mi sensación, el más puro sentido de la paz. La paz exterior perdida en mi interior, las extremas vivencias de la tierra, fueron humilladas por esa paradisíaca paz, sintiéndome parte del espacio universal rodeado de infinitas gamas de colores vivos de luz. Estas gamas en cada color traían las moléculas desintegradas de mi cuerpo, llegando a una tridimensional nebulosa espacial donde se formó mi ser, mi cuerpo, mi alma, mi espíritu, mis sentidos y mis emociones. Sentía la sensación del hielo eterno. Congelado de frío, salí de ese vuelo espacial, al sentirme casi lúcido en mi cama tiritando de frío. Un poco extrañado sentí, nuevamente, la normalidad en mi cuerpo. Esa sensación extrema de frío había pasado y ya estaba sintiendo una temperatura normal en mí, y ya me sentía bien. Miré al pelao peyote, y lo ví en la misma posición y seguro que todavía volaba, ¿adónde? , aún no lo sabía. No me interesaba, estaba más que relajado, casi ido, casi volado y lúcido. Aún no tenía ninguna explicación para esa mensa ni que volá que me había pegado con peyote.
Sentía mi cuerpo cansado, fatigado. Haciendo un gran esfuerzo, me tapé y no sé como, dormí, dormí. Al rato, siento que alguien golpeaba mis mejillas ordenando:
-¡Demián!, ¡Hey, soldado, despierte! -- Abrí los ojos y ví que era el oficial que decía:
-Demián, estái de alta. Levántate y vuelve al casino de oficiales. Ni te acerques a la cocina. Apúrate, porque hoy llega mi comandante Larraín con otras personas y tienes que ayudarle al cocinero.
-A su orden, mi teniente. -- Rápido, salí de la enfermería. El mismo oficial, en el jeep, me dejó en el cuartel hotel y chao, en tres tiempos estaba otra vez en el casino de oficiales. El pelao cocinero se alegró al verme y contó que él le había pedido al oficial que yo volviera al casino, porque era un buen ayudante de cocinero.
-Gracias, compadre. -- Le respondí-- Yo creí que me iban a tirar a las guardias. Bueno, acá estoy.
-Mira, Demián. Resulta que llega el comandante Larraín, el capellán y otros oficiales. Estos vienen a efectuar el consejo de guerra, y también a pegarse en la pera. Le voy a cocinar unos pasteles de jaiba, ceviche de corvina, ostiones a la parmesana, erizos en salsa verde. El copete lo traen ellos, yo creo. Así que voy a cocer las jaivas. Tengo todo el marisco y el pescado listo. ¿Sabís pelar pescado?
-Claro, soy capo en pelar pescao.
Así estuvimos todo el día, pelando patas de jaivas, abriendo ostiones y erizos. Para rematar limpié cuatro corvinas, que las dejé descueradas y picadas en cuadritos pa´l ceviche, pero antes, habían ido a dejar, al casino de oficiales, doce botellas de vino blanco y doce botellas de vino tinto concha y toro. Las de blanco ordenaron colocarlas, inmediatamente al refrigerados y avisaron que los comensales llegarían a las 22.00 hrs. a cenar.
A la hora ordenada, llegaron puntualmente los señores comandantes. Eran seis más un capellán. El comandante, al ingresar al casino, se dirigió de inmediato a nosotros y, con una sonrisa de aceptación por el buen aroma que invadía el comedor, preguntó:
- A ver, soldados. ¿Qué de bueno hay? Tenemos hambre. Vamos a cenar. Si nos gusta su comida nos vamos, si no me gusta, después lo sabrán. --Comentó en tono simpático, Agregando:
-Pueden servir la cena. -- El pelao cocinero y yo, contestamos, con cierto orgullo por el comentario del oficial:
-A su orden, mi comandante.
Nosotros, casi media hora antes, teníamos todo listo y dispuesto. El pelao cocinero, les había preparado unas vainas con vino blanco y erizos. Estaban de chuparse los bigotes. Los comensales se repitieron el aperitivo. El capellán cura, lo triplicó. Mostró al tiro la hilacha, le gustaba más el copete que comulgar. Al güeón, le asentaba ese bronceado de cantina. Luego, servimos la entrada de erizos en salsa verde, junto con el ceviche, acompañado con copete blanco. Detrás los ostiones a la parmesana y el plato fuerte: pastel de jaiba más copete. Los güeones, en sus paladares gozaron esas exquisiteces. Se veían felices. Comer y chupar, sobre todo el cura. En la sombra que daba su cuerpo, se veía clarito la cola del diablo... Cura culiao. Los comandantes, después que comieron y chuparon, ordenaron que nos presentáramos, y el comandante Larraín, comentó:
-Los felicito, soldados. Exquisita su cena. Lo prometido es deuda, nos vamos a Iquique. Muchas gracias soldados. Será hasta otra oportunidad. ¡Adios!.
Nosotros, sacando más pecho del que teníamos, contestamos:
- A su orden, mi comandante. -- Éste respondió con un saludo en la visera y se fue acompañado por los otros oficiales, que también nos felicitaron y agradecieron lo bien preparado de la cena. Sólo se quedó el güeón del cura. No sé pa´qué, pero el güeón, ahí se quedó. Sólo, pero acompañado de un botellón de tinto. Mientras abría un portafolio, sacó unas hojas y parece que las leía y se persignaba. Y no sé que chucha, lo cierto era que el cura, estaba curao. El capellán, al rato, viendo que el copete se acabó, se paró, como si nada, y sorprendido al vernos, hizo como una mueca de desagrado hacia nosotros, como diciendo, pelaos culiaos, sapos o algo parecido, y sin dar ni las gracias, se retiró del comedor. No sé si iba derechito al dormitorio o al infierno, porque este cura, güeón, de santo no tenía nada. Al salir, cerró la puerta más fuerte que la chucha, el güeón. Más encima, era pateador cuando se curaba, al fin, quedamos solos con mi compañero cocinero y éste dijo:
-Tengo guardado un botellón tinto, comida y un bajativo volador. Vamos, Demián, es nuestro turno.
Cuando, justo el pelao cocinero iba a sacar la botella, llegó el oficial de guardia y se dirigió a mí, ordenando:
-Mañana a las 7.00 hrs. te quiero con uniforme. Vas a ser escolta del vehículo para una misión. De ahí, vuelves al casino. Los felicito. El comandante quedó feliz y comentó sus artes culinarios. ¿Les quedó algo? -- El pelao cocinero respondió:
-Sí, mi teniente, ¿vamos a la cocina o le servimos en el comedor?
----El oficial, feliz dijo:
- No. En la cocina. Estoy de guardia. -- El oficial le hizo chupete a todo lo que le servimos. Era lo mismo que le servimos a los comandantes, y junto con el oficial, comimos y cara de palo, el pelao cocinero, sacó el botellón de vino y pidió permiso al oficial para abrirla, y éste, aceptó encantado. Comimos, chupamos. El oficial se tomó un vaso de vino y se retiró, pero antes, me recordó la orden de tener que presentarme a las 7.00 hrs. con el chofer de servicio.
-A su orden, mi teniente.
--¡Al fin solos! Bien comidos y bebidos. El buen bajativo lo fuimos a fumar a la parte trasera del casino, con vista al mar y métale humo, volar y volar. Así, bien volados y satisfechos, chao y a dormir. Era alrededor de las 02.00 hrs. de la madrugada. Entre volao y copeteado, me fui derechito a mi cama. Ahí caí y dormí, dormí.
--¡Hey! Pelao. ¡Despierta!. Tenís que presentarte al cabo conductor. Te espera en el jeep, güeón. Apúrate, güeón. Levántate rápido.
-- Re chucha, al fin desperté. Recién parecía que me había acostado y ya tenía que levantarme. Igual, rápido, me levanté: una mojada, mi casco, mi fusil y arriba del jeep. El cabo conductor, al verme, casi me mató con la miradita que pegó y dijo:
-No fallái nunca, güeón. A las 07.00 hrs. tenían que estar en la puerta esperándome, güeón. No yo, esperándote a vos, güeón. -- Yo lo miré, poniendo toda mi cara de güeón y compasión, pero por dentro, pensando en decirle: vírate, cabo culiao, pa´eso estái pa´l gueveo, chucha e tu madre.
El cabo culiao, echó a andar la cagá de jeep, dirigiéndose rajado a la cárcel y parándose en la puerta principal de la cárcel de Pisagua, sin decir nada, bajó rápido e ingresó a la cárcel y volvió a salir y ocupó su lugar ordenando que yo bajara y me quedara a un costado del vehículo. Yo, parado, entre despierto y dormido sin cachar que pasaba. Miraba el cielo, que lucía de un celeste claro transparente de ese despejado día de verano. Miraba indiferente al cabo, queriendo preguntarle que onda pasaba, pero como el culiao era pesao, con fusil y todo, seguro que me ignoraría.
En eso, siento un movimiento de la reja principal de las celdas, de donde venía un preso amarrado de pies y mano, acompañado del capellán, dos oficiales y dos suboficiales. Al llegar, todos estos, a la puerta principal de la cárcel, el cura capellán del ejército de Chile lo embobaba con los productos de la religión católica, mientras los dos oficiales, ponían una venda sobre los ojos del prisionero. De ahí, todos arriba del jeep. Sólo cuando el preso trató de subir, un oficial dijo:
- Palomino, acá, ahora levanta tus pies.
Ahí supe el nombre del prisionero. El vehículo arrancó con su carga de preso y milicos, en dirección, para mí, desconocida. Escuchaba al cura, que le rezaba al preso y, seguro, que el tufo, era lo único que recibía el que, sin duda, por las apariencias, lo llevábamos al patíbulo. Iba a ser fusilado. Lo que confirmó mi duda, fue cuando llegamos al sector donde estaba el rancho y, ahí, el vehículo se detuvo y el suboficial mayordomo, entregó, al oficial, cuatro palas, dos sacos paperos vacíos y un medio saco y un medio saco de un polvo blanco, que era cal. Al reiniciar la marcha, en dirección al norte de Pisagua, ya todo era una realidad.
El cura seguía murmurando su verborrea religiosa, sin ser capaz de poder evitar lo inevitable, y los milicos, convencidos en su ignorancia, al no saber que la violencia no sirve a ninguna verdad. El sentenciado a muerte, al cual su voz nunca se escuchó, porque se le habían gastado los ruegos en vano. Y, yo, el pelao escolta del vehículo, sintiéndome la nada misma: Ni chicha, ni limoná.
Estaba seguro, que todos los que íbamos a cumplir esa macabra misión, habíamos participado antes en esa realidad de vida y muerte, por nuestra actitud, que se reflejaba en los rostros de los milicos. Toda esa realidad era nueva. Todos descubriríamos esa sensación de vida ante la muerte.
En esos momentos, inesperado e inoportuno, me recordé de mi secreto más secreto: mi fusil con balas yerba. Frente a mí estaba el oficial, que yo suponía que tenía mi arma. Rápido miré su fusil, y… claro. ¡Él lo tenía! Para asegurarme, me agaché, como arreglando los cordones del bototo y miré frente a mí la serie de mi fusil. ¡El oficial lo tenía!. El corazón, me latía a mil. En eso llegamos a nuestro destino: el patíbulo. Como símbolo, dos durmientes semienterrados. El jeep se detuvo, cada uno de los que formaban el pelotón de fusileros, bajó con su arma y ordenaron que yo tendría que estar a un costado del vehículo. Se llevaron al sentenciado a muerte hasta un durmiente y durante el trayecto, el cura capellán, rezaba a viva voz, casi en la oreja del preso. Éste, movía su cabeza confundido, quizás, por las plegarias o por el tufo del cura culiao, que cuando vomitaba sus oraciones, miraba al cielo, para estar bien con Dios, y luego, bajando la vista, en forma de sumisión, para satisfacer al mismo demonio. Al cura culiao, la aureola de santo se le opacaba con los cachos de diablo que desde lejos le asomaban.
Al preso, le amarraron sus manos por detrás del durmiente. El cura se alejó, aún rezando. Se puso bien lejos, quizás, para que no le salpicara la sangre de ese buen o mal pecador.
El pelotón de fusileros, compuesto de un oficial y tres suboficiales, a una distancia de veinte metros, espera las órdenes. El oficial al mando, desenvainó su sable, los del pelotón al ver ese movimiento, levantaron sus armas y las cargaron. El oficial apuntó el sable hacia el cielo y el pelotón, apuntó al ajusticiado. Un segundo, la nada. En la punta del sable estaba el límite de la vida y la muerte. Al bajarlo, el fusilado, cruzaría la línea fronteriza de la muerte. El oficial, como ordenando un acto heroico bajó, enérgico, su sable. Se escuchó el estruendo de las mortíferas descargas. El eco repetía el sonido de la muerte. El oficial, al envainar su sable, el pelotón de fusileros, bajó sus armas. Orden cumplida. El oficial con paso seguro, se dirigió al ajusticiado por los que se creían justos, desenfundó su pistola y le descerrajó un balazo en la cabeza. El fusilado, recibió su tiro de gracia, con los estertores de la muerte, ridiculizaba su cuerpo, sin emitir el más mínimo quejido, reflejando no tener miedo, como hombre, a ningún hombre. Después, el cura capellán, se acercó al fusilado, con sus gestos hizo la señal de la cruz, que parecía haber dicho de arriba hacia abajo con la mano:
-¡Fuiste bueno de norte a sur, pero cagaste!.
Y se retiró de ahí como molesto, quizás, hubiera preferido mil veces, haber estado en una iglesia o algo parecido, porque ahí, al terminar la misa, se podría tirar su buen vaso de copete.
El oficial al mando del pelotón, dirigiéndose a mí, ordenó:
-¡Soldado! Traiga las palas y sacos.
Yo estaba momificado, petrificado. Escondí mis sentimientos y obedecí la orden. Mientras, entre todos, sacaban al fusilado del paredón. Al llegar donde el oficial ordenó, todos los fusileros me entregaron sus armas y ordenaron dejarlas en el vehículo. Un mar de sensaciones y emociones embargaba mi razón, en este mismo momento había encontrado mi fusil. Lo agarré, todavía estaba tibio, el perfume, el olor de la pólvora mezclado a muerte, cubría toda la brisa amarga y sin sabor a nada. Mi fusil, lo crucé en mi espalda y a los otros, los dejé en el jeep. Mientras veía como al muerto, le metían un saco con cal desde su cabeza hacia abajo, y desde sus pies hacia arriba. En andas lo llevaron y metieron en un hoyo que ya estaba listo para la ocasión. Rápidamente, lo taparon, lo enterraron. Con su actitud delataban su maldad. Tras unas cuantas paladas de tierra, los milicos ejecutores, miraban a su alrededor, no querían que nadie los descubrieran enterrando su maldad. Así como llegamos, nos retiramos. Rápido, sin ningún comentario. Todo estaba dicho, terminado, ejecutado, muerto y enterrado. Sólo yo le comenté al cura:
-¡Oiga curita! ¡¡¡Ni una cruz le tiraron!!!
Este respondió:
-Los comunistas, son ateos. No creen en los católicos, no creen en Dios.
Devolviéndonos por donde habíamos llegado, todos nos sentíamos extraños. Los militares profesionales, habían llegado al sumo de su carrera, habían cumplido su razón de ser. Llegaron a la cúspide, siempre se educaron para eso: matar al enemigo, que es la consagración de su carrera militar. Se sentirían realizados. Bueno, ese era el precio de su vocación militar.
Al llegar al rancho, el oficial ordenó que bajara y entregara las palas y, que esperara en el comedor, hasta nueva orden.
-¡A su orden, mi teniente! – contesté.
Sentado, solo, abrumado, reaccioné. Miré de nuevo la serie del fusil. Sí era el mío. Saqué el cargador y retiré las balas: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, y la yerba. ¡Al fin! Sólo faltaba una bala, el oficial la ocupó en el fusilamiento. Lo imaginaba, pero costaba creerlo. Mi fusil reculiao, había sido parte del pelotón de fusileros. Consolándome pensé:
-Ojalá, que la bala hubiera estado bien pasada a marihuana, y que fuera la primera en llegar al fusilado, porque al entrar a su cuerpo, quizás, se hubiera volado, alejándolo de la realidad que estaba viviendo, y en la volá, se impregnara del sentimiento hippie, encontrándose con la muerte lleno de amor y paz.
Sentado taciturno, mirando sin ver, sintiendo sin hálito la vida, alguien gritó, sacándome de mis pensamientos:
-¡¡Miren, pelaos, vienen bajando tres camiones. Es el relevo. Nos vamos, güeón!! ¡Nos vamos a Iquique!.
Gritaba eufórico el suboficial mayordomo y ordenaba:
-Ya, pelaos. Guarden todo. Es el relevo. Nos vamos del pueblo infernal. Nos vamos a Iquique. ¡Al fin! ¡Gracias a Dios!
Al escuchar, lo que decía el suboficial, resucité. El corazón me zapateaba inquieto. Estaba contento. Después pensé que tenía que esperar el jeep hasta recibir nuevas órdenes, pero sentía esa verdad. ¡Era el relevo! ¡Nos íbamos a Iquique!.
Al rato llegó el jeep, el cabo con la cara llena de felicidad me ordenó:
-¡Demián! ¡Saca todas tus pilchas del dormitorio y te vái a la cárcel, nos vamos pa´la casa, güeón! ¡A Iquique!
- ¡A su orden, mi cabo!.
Salí rajado al hotel cuartel. Había un solo despelote. Todos guardábamos nuestros pertrechos felices, mientras los cabos daban órdenes a gritos.
- ¡Vamos soldados, mientras más rápido estamos listos, más rápido nos vamos!.
Era la mejor orden que había recibido en Pisagua. De un soplo saqué todas mis güeás del dormitorio, sólo un segundo gasté en mirar ese dormitorio y dije en voz alta :
- ¡Hasta nunca jamás, chao!
Salí con otros pelaos en dirección a la cárcel. Al llegar los tres camiones, se quedaron estacionados con sus motores en marcha, esperando su nueva carga, mientras los soldados formados y con caras de curiosos veían al pueblo de Pisagua, y, sin saber de adónde, apareció caminando entre la cárcel y los nuevos soldados, la rucia Mireya. Con un ajustado pantalón blanco pata de elefante, zuecos, polera negra con un provocador escote, su cabellera rubia suelta. Todos, hasta los perros, la observamos. Caminaba con paso seguro, desbordaba erotismo, avasalladora, jamás podría pasar, una mujer como ella, inadvertida. Se hacía notar, tenía buen lejos y mejor cerca. Con un, casi imperceptible, movimiento de su cabeza, miraba a los nuevos soldados que llegaban, mordiéndose los labios, dando a entender que solo la lujuria la calmaba. Y, se sentía feliz: habían llegado nuevos calmantes, dispuestos a todo y con todos.
- ¡Apurarse, soldados!
Esa orden nos volvió a la realidad. La cuenta:
- ¡1, 2, 3, 4, 5, ...40 y último, mi teniente!
3 oficiales, 6 suboficiales. Ordenaron subir a los camiones y, chao. En marcha. Inquietos, felices de volver a Iquique, emprendimos la marcha, sin antes pasar, como lo indicaba el camino, cerca del muelle. Ahí estaba la rucia Mireya, con su cara llena de satisfacción por su placer cumplido, gritando:
- ¡Adios, guerreros! ¡Adios, guerreros del amor!
Todos los pelaos calientes, le tiramos besos y saludos, felices. Era casi el medio día. Nos acomodamos para el largo viaje. Pisagua nos despedía indiferente. Todos nos sentíamos diferentes. Ese pueblo era increíble. Daba la impresión de haberse pegado en el tiempo, pero ahí, sólo se vivía el presente. Al llegar a la cima, se perdió Pisagua, internándonos entre lomas y cerros. Entramos a un camino recto, en plena pampa. Sólo desierto, donde la polvareda nos cubría asfixiándonos de tierra. Quizás, para regocijo del Diablo, o la polvareda nos mimetizaba, para esconder nuestra vergüenza, ante la mirada de Dios, después de haber cumplido nuestra misión en el campo de prisioneros políticos de Pisagua.